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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Inglaterra anglicana

DESDE MEDIADOS del siglo XIX no había reinado parecida tensión entre dos confesiones religiosas en Inglaterra. Hace algo más de cien años se produjo un modesto alud de conversiones del anglicanismo al catolicismo, que la historia ha llamado el Movimiento de Oxford. En aquella ocasión, cuando apenas habían recuperado los católicos, en 1829, la plenitud de sus derechos políticos, el corrimiento de fe tuvo un carácter preferentemente aristocrático e intelectual. Ahora, la ordenación sacerdotal de la mujer en el anglicanismo está provocando un fenómeno de mucha mayor amplitud que atraviesa toda la comunidad espiritual, desde algunos obispos a cientos de sacerdotes y diáconos y, sobre todo, a la propia célula de base, la parroquia, de las que algunas se están pasando, mobiliario incluido, a Roma.La situación crea alguna tensión entre las dos iglesias y menor entusiasmo del esperable en la propia confesión católica. Llueven las acusaciones contra el Vaticano de error doctrinal y reaccionarismos varios que, paradójicamente, pronuncian los anglicanos más tradicionalistas que no quieren dejar su Iglesia madre, y que reaccionan como si alguien fraudulentamente les quisiera robar la clientela.

El catolicismo británico, por su parte, se inquieta en una doble dirección; las capas más conservadoras, por el número de sacerdotes casados que piden cobijo a Roma, con todo el problema que ello representa con respecto al celibato eclesiástico, al que la Santa Sede se opone tenazmente; y entre el catolicismo laborista, seguramente mayoritario, por el refuerzo que supone a las posiciones que estima más refractarias de su Iglesia. El Vaticano, ante todo ello, pide calma, advierte que algunos casos deberán recibir atención individualizada y, quizás, añora los tiempos de las conversiones personales de gran eco como la de Graham Greene o la tan reciente de la duquesa de Kent, que no creaban problemas y encima procuraban buen prestigio.

No nos hallamos, por supuesto, ante una guerra de religión, lo que en Europa occidental, a fin del siglo XX, sería una novedad tan radical como la caída del muro, pero, aún hoy, a tantos siglos de la Reforma, el asunto del catolicismo es todavía caso peculiar en Inglaterra. Durante décadas se ha oído hablar entre sigilos de la presunta penetración de la Iglesia de Roma en la BBC, en el Foreign Office, en los círculos del poder, en suma, como quien habla de una quinta columna al servicio de una potencia extranjera; y no olvidemos que por ley el monarca británico ha de ser anglicano, limitación ésta en todo comparable al caso de la propia Santa Sede, cuyo soberano no puede ser más que católico.

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La secularización del mundo contemporáneo hace particularmente bizantinas estas querellas un poco de campanario, y más cuando las iglesias cristianas de Occidente viven hoy en una solidaridad mucho más sólida que la de su lejanía o acercamiento doctrinal, como es el hecho de ministrar a sociedades desarrolladas con problemas similares y una creciente uniformización de estructuras, ambiciones y necesidades. Si el proselitismo interiglesias tuvo algún sentido en otros momentos de la historia, lo que tampoco está tan claro, hoy parece, en cambio, totalmente irrelevante.

Que adopten los fieles anglicanos la fe que mejor les parezca, que la Iglesia católica reciba o no a los aspirantes en aplicación de un indiscutible derecho de admisión, y que se esfumen los fantasmas por ambas partes. Ser católico o anglicano sólo puede entenderse como asunto personal. Aunque la reina Isabel II no tenga el derecho de volver a Roma.

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