El escándalo de la verdad
Oí por la radio lo que el ministro Solbes dijo del sistema de financiación de las pensiones y la dificultad que habría en un futuro, que él puso entre quince y veinte años, para hacer frente a su pago con el actual sistema de financiación, dada la tendencia demográfica a que la pirámide de las edades fuera, en esos años futuros, ensanchándose en la zona de los pensionistas y adelgazándose en los que tendrán que sostener el pago de tales pensiones. La consecuencia que él sacó de ese fenómeno, perfectamente predictible con las técnicas demográficas y estadísticas, es que desde ya se debería reflexionar sobre el problema y estudiar un nuevo sistema de financiación de las pensiones que, tal como yo lo entendí, consistía en añadir al sistema actual de cotización el de capitalización o ahorro de cada uno a través de los planes de pensiones e instituciones similares; sistema ya iniciado en España con carácter voluntario y habitual en otros países occidentales. Yo pensé, mientras oía a Pedro Solbes, que estaba muy bien que un ministro expusiera con claridad, moderación, y sin ambages ni disimulos, los problemas tal cual él los veía, y las actuaciones que consideraba más adecuadas para resolverlos. Es decir, pensé, y pienso, que era bueno y oportuno que los responsables del Gobierno de la nación hablaran con verdad a los ciudadanos.Inmediatamente estalló el escándalo. Tirios y troyanos, e insisto, tirios y troyanos, se aprestaron a lapidar con sus invectivas al ministro que había hablado y con él a las técnicas estadísticas y demográficas.
Una vez más, el espacio público de todos, que la democracia garantiza y en el que se encama, en lugar de ser lugar para hablar y discutir reflexiva y serenamente problemas como éste y sus posibles soluciones, se convirtió, por obra de esos tirios y troyanos, en lugar de confusión, de rasgamiento de vestiduras (¡qué inútil y esperpéntico rasgamiento!) y de habilidosos argumentos que no pretendían contrarrestar o discutir los enunciados hechos, sino atacar al que los hizo y debilitar en último extremo a los que hoy ostentan el poder del Gobierno, que, dicho sea de paso, es sólo una parte, aunque sea muy importante, del poder político.
En todo el barullo y confusión posterior, aumentado por los que de manera cierta o fingida pregonaban su escándalo y por los que revolvían las aguas para ver si así pescaban los peces de sus ambiciones, legítimas, desde luego, pero no legitimadas en este caso, se logró que entre la mayoría de los ciudadanos que sufren el peso de la actual crisis económica y rara vez reciben de los medios de comunicación noticias que les saquen de su preocupación y les alienten la esperanza, y son además o actuales pensionistas o van a serlo en los años en que el actual sistema de financiación irá entrando en crisis, cundiera el miedo y la desolación. Así pues, de nuevo se repite la afirmación evangélica de que la verdad escandaliza.
He aquí, pues, que la enunciación de un problema basado en una sólida predicción demográfica y estadística, y la petición de un ministro de que se reflexione sobre él y se estudien y adopten las posibles soluciones que eviten lo que sena una carga difícilmente soportable para los españoles no pensionistas del año 2020 del próximo siglo, difícilmente soportable con el sistema de cotización actual, se ha convertido en ocasión de escándalo y ataque al mensajero del problema.
Creo que la democracia exige por parte de todos los ciudadanos, tanto de los que ejercen responsabilidades políticas como de todos los demás, un permanente esfuerzo de racionalización en el planteamiento de las cuestiones, en la discusión de las decisiones a adoptar, y en el enjuiciamiento de las previsiones del futuro, siempre incierto y siempre, como dice Hanna Arendt, irreversible respecto a las consecuencias de nuestras acciones actuales. Todos sabemos que ese ideal de democracia exige una información veraz y una preparación para que los ciudadanos la asimilen de forma homogénea, y que eso es muy difícil de alcanzar, y más en una nación como España, en la que las dicotomías sociales son manifiestas. Pero de lo que, a mi juicio, no se puede prescindir si queremos tener una democracia auténtica algún día es del permanente intento por conseguir que en el debate público sobre las cuestiones planteadas se procure adoptar el método y el tono que nos acerque a esa racionalidad ideal. Decía Bertrand Russell que la mayoría de las cuestiones que dividen a los hombres de una manera total y enfrentada dejarían de ser objeto de conflicto si en vez de utilizar nombres y palabras cargadas de sentimiento se plantearan utilizando símbolos como A y B y C.
Igual rechazo, y por las mismas causas, me merece la declaración de algunos políticos cuando en este caso concreto dicen que el problema planteado es cierto, pero no ha sido oportuna la manera de plantearlo. No puedo evitarlo, este tipo de consideraciones, tan cercanas siempre a la doble moral, me recuerdan el chiste aquel de franciscanos y dominicos en el que los segundos obtienen del Papa permiso para rezar mientras están fumando, cuando a los primeros se lo ha denegado para fumar mientras rezan. Hay una tendencia en nuestro mundo actual a tener al ciudadano en un estado contradictorio de información y engaño, o al menos de no hacer que se plantee aquellos problemas de futuro que, al plantearlos, puedan ser utilizados por el adversario político como arma electoral contra el que los plantea. Es inevitable que, en las democracias, la táctica a seguir en la lucha política, consustancial a aquéllas, tenga siempre que tenerse en cuenta; pero estoy convencido de que la forma democrática de gobierno se erosiona y tergiversa cuando sistemáticamente la táctica predomina sobre la estrategia. Sobre todo cuando las tácticas políticas acaban enmascarando y falseando, a fuerza de habilidades, los problemas reales que tenemos planteados. Suavidad y serenidad en la forma no están reñidas con fortaleza y verdad. Y los ciudadanos españoles necesitan y merecen que se les hable con verdad, que se les informe con precisión y que no se les disimulen u oculten los riesgos y peligros de nuestro futuro como pueblo y como nación. Sólo de esta manera puede el ciudadano serlo en el ámbito político que la democracia crea para todos y vivir como partícipe responsable en la libertad de elegir su futuro y el futuro de sus hijos.
Alberto Oliart es abogado del Estado. Fue ministro de Industria, de Sanidad, y de Defensa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.