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Dinero, Estado y sociedad

"El dinero ha sido considerado, con razón, como el principio vital del cuerpo político, como aquello que sostiene su vida y movimiento y que le permite ejecutar sus funciones más vitales". Son palabras de El Federalista en el número XXX, primero de los dedicados al poder tributario de la Federación.Difícilmente se puede expresar con más precisión la importancia de los recursos económicos para la vida del Estado. Sin dinero no hay Estado y, por tanto, posibilidad de que la sociedad se autodirija políticamente y no acabe en la descomposición y la anarquía.

En la financiación de su Estado una sociedad se juega, por tanto, su propia supervivencia como una comunidad civilizada. No hay ninguna con esta característica que no entienda que ésta es una tarea esencial.

Ahora bien, si el dinero es imprescindible para que el Estado funcione bien, también puede ser la causa de que funcione mal. Tan patológica es la resistencia de la sociedad a financiar al Estado, como la pérdida de control de dicha financiación.

De ahí la necesidad de tener una vigilancia permanente sobre la vida económica del Estado. Las funciones "más vitales", sin el esfuerzo de la sociedad por financiarlas, no pueden ser ejecutadas. Pero esas mismas funciones "más vitales", sin el control de la sociedad de los fondos a ellas destinados, pueden ser ejecutadas de manera perversa.

El dinero que la sociedad pone a disposición del Estado es, pues, el termómetro que nos permite detectar si la temperatura del cuerpo político es la temperatura de un cuerpo sano o la de un cuerpo enfermo.

Y en este terreno hay que extremar el rigor y hay que tomar como punto de partida el principio de la desconfianza. Al revés de lo que ocurre en todos los demás órdenes de la actuación del Estado. La presunción de legitimidad de los poderes públicos es un elemento esencial para la convivencia, sin la cual no es posible esta última.

Cuando hay dinero por medio, el principio hay que invertirlo: es el poder público el que tiene que demostrar a la sociedad que ha hecho un uso correcto de los fondos que le han sido confiados y no la sociedad la que tiene que destruir la presunción de que el uso ha sido correcto. En este terreno hay que proceder a una inversión de la carga de la prueba.

Me parece que a estas verdades elementales y esenciales no se les ha prestado la atención que merecen y que se ha producido una relajación en el control y vigilancia de la vida económica del Estado, al que importa mucho poner fin de manera inmediata.

Pues no hay pendiente más peligrosa para el Estado que la venalidad del oficio público. Ya Montesquieu nos decía que la venalidad del oficio público era buena en la monarquía absoluta, en la medida en que contribuía a que determinadas categorías de individuos se comprometieran por interés personal en el funcionamiento del antiguo régimen, pero que en el Estado constitucional, en el que la igualdad ante la ley y la virtud del ciudadano deben inspirar el funcionamiento del poder, la venalidad del cargo público resulta el vicio más repugnante.

No creo que nadie pueda dudar que lo que valía en los orígenes del Estado constitucional, cuando el peso económico del Estado era muy reducido, tiene todavía más sentido hoy, cuando la financiación del Estado ha asumido las dimensiones que todos sabemos.

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