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El reflujo

Antonio Elorza

La escena era amarga. Un español apesadumbrado se encuentra ante un cementerio. El bosque de cruces evoca a los muertos en la campaña de Marruecos, tras el desastre de Annual. El pie de la viñeta consiste en un comentario sobre un reciente decreto que premia a los oficiales participantes en la misma con condecoraciones y ascensos. "Supongo que se referirán a los ascensos, advierte el paisano, porque las cruces hace tiempo están repartidas".El humor negro de Luis Bagaría en El Sol describía adecuadamente la fractura que se había consumado en la sociedad española. La historia europea contemporánea registra numerosos ejemplos en que las guerras han contribuido a un incremento del prestigio de la institución militar, en las respectivas sociedades. Así los éxitos conseguidos en las guerras de unidad frente a Austria y a Francia forjaron en Alemania una formidable asociación entre nacionalismo y acción militar cuyos trágicos resultados podrán comprobarse en las dos guerras mundiales. El historiador Gerhard Ritter evoca el episodio que protagonizara a principios de siglo un sastre ultramilitarista, que se disfraza de oficial en el barrio berlinés de Kopenick y consigue sin dificultad la eliminación de las autoridades civiles, simplemente con afirmar que obra por encargo del Kaiser.

En Italia, el Risorgimento dejará un legado militarista que se traduce en un expansionismo bastante ciego, al que no frena el desastre de Adua frente a Etiopía, y que tras las guerras de Libia y mundial desemboca en la formación del fascismo. También en Francia el deseo de revancha después de 1871 empuja a la guerra hasta que los objetivos se vean realizados en 1918 con la recuperación de Alsacia-Lorena. Para entonces, hace iempo que Inglaterra ha edificado ya una auténtica mitología, cargada incluso de elementos medievalizantes, caballerescos, en tomo a su expansión imperial: todavía en la guerra de las Malvinas resonará el nombre de sir Galahad. Pero las derrotas producen efectos muy distintos. Tras el breve espejismo de la victoria en Marruecos en 1859-60, la pérdida de las Antillas y de Filipinas, en el fin de siglo, acuña la imagen de España como país moribundo, según la valoración del británico lord Salisbury. La guerra de Cuba había puesto de relieve la ineficacia de los mandos españoles, aun cuando el reparto de cruces y ascensos, en el sentido empleado por Bagaría, hiciera rentable la contienda para los oficiales, y esta disociación se hará aún más visible cuando se inicie la aventura de África. Por añadidura, la empresa cubana había gozado inicialmente de apoyo popular, pero los sinsabores dejaron pronto al descubierto la injusticia de un servicio militar que enviaba a morir a los hombres del pueblo, la llamada contribución de sangre, mientras los ricos salvaban a sus hijos mediante el pago de 1.500 pesetas y practicaban un patriotismo de café. La posición del PSOE ante la guerrafue bien explícita: "O todos, o ninguno" La crítica se centraba en la desigualdad del servicio miitar, antes que en la legítima aspiración de los cubanos a la independencia. Cualquiera que fuese a orientación de los distintos enfoques, el resultado no se alteraba: el ejército, los símbolos de la nación, se constituían en algo cada vez más alejado de los intereses populares.

El desarrollo de la guerra de Marruecos no iba a arreglar las cosas. Tampoco el entusiasmo del rey Alfonso XIII por las formas militares, que conduce a la definición de unas relaciones autónomas entre monarca y ejército, saltando por encima de las instituciones constitucionales, incluso antes del golpe militar de 1923. A esas alturas, la guerra de África había forjado ya una mentalidad específica en los oficiales que intervienen en ella: el Diario de una bandera, de Francisco Franco, es buena flustración de ese tipo de patriotismo, enfrentado a la sociedad civil y a los usos parlamentarios. Las capas sociales dominantes apoyarán esa actitud, ante todo por lo que tiene de garantía armada de sus intereses.

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No se vieron defraudados, ya que en 1936 España se convertirá en la única nación europea conquistada por su ejército colonial. Franco supo traducir simbólicamente esta circunstancia, haciendo de su guardia mora el emblema del tipo de dominio ejercido sobre la sociedad española. La militarización fue un rasgo definitorio del franquismo. Respecto de la sociedad civil, cabe la calificación de pretorianismo, por el predominio ejercido por el estamento militar, pero la experiencia de Primo de Rivera había servido al segundo dictador para buscar una utilización del poder militar que no supusiera para él un riesgo de cara a mantener su propia preeminencia. La división de los tres ministerios militares es un signo de esa precaución.

Esa tradición acéfela tendrá su utilidad en la transición democrática, cuando el pretórianismo levante cabeza, entre 1977 y 1982, tropezando con la desfavorable circunstancia de que el lugar de Franco está ocupado por el Rey y de que éste no acepta la pretensión de un poder militar autónomo (y tutelar de las instituciones), ligado únicamente a la Corona. En la aún confusa marejada conspirativa de comienzo de los ochenta resulta sólo claro el desenlace: los militares franquistas habían fracasado en su intento de reproducir su hegemonía dentro de la nueva situación. Más aún, el golpe del 23-F puso de relieve la doblez de sus lealtades y su propia eficacia como técnicos del uso de la fuerza. Quedaba abierto el camino para una profesionalización de las Fuerzas Armadas, paralela a su adecuación al orden constitucional. Sin duda éste será uno de los principales logros del primer Gobierno socialista.

Ahora bien, la solución del problema del militarismo no significa que la brecha abierta durante décadas entre ejército y pueblo haya sido colmada. Como en otros muchos aspectos, la militarización de la vida social por el franquismo acabó en un total fracaso. Nadie reverencia a un cuerpo privilegiado que además presentaba los signos de ineficacia visibles para cualquiera que se viese sometido al servicio militar. En éste, muchos jóvenes españoles vieron y siguen viendo una experiencia inútil y penosa. Al margen de los focos de insumisión, Navarra y Euskadi, que responden a circunstancias políticas específicas, la objeción de conciencia se presenta cada vez más como la expresión democrática de una voluntad civil, de permanecer al margen de la institución y de los sistemas de valores militares.

Sólo por miopía o por falta de soluciones puede juzgarse el hecho como una acción oportunista para escaparse a las responsabilidades ante la sociedad, aun cuando ésta, en las circunstancias actuales, por lo que ofrece a los jóvenes, tiene bien poco que exigir. Conviene recordar la intensidad de las reacciones sociales frente a la guerra del Golfo y ante la intervención en Bosnia: como resultado del proceso histórico antes descrito, muy amplios sectores de la sociedad española rechazan la guerra y todo lo relacionado con ella. La salida es bien clara: un ejército profesional. El obstáculo también lo es: cómo proceder a una nueva reducción del cuerpo de oficiales, para una masa de soldados asimismo recortada en más de la mitad. Pero aplazar la respuesta global servirá sólo para reavivar las viejas tensiones.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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