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Tribuna:CADA DÍA POR SARAJEVO.
Tribuna
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Trescientos mil rehenes

Sarajevo no creía que las naciones libres le negarían su derecho a existir

Sarajevo, la semana antes del ultimátum del pasado 21 de febrero, estaba sumido en la tristeza. Una tristeza pesada, silenciosa, irrefutable y, con todo, casi tangible, de la que era difícil escapar. La tristeza de las multitudes que al amanecer cruzaban la ciudad en diferentes direcciones.La tristeza de ciudadanos de Sarajevo de todas las condiciones que, durante los años de asedio, han renunciado a cualquier participación real en sus propias vidas, y que se pasan los días inmóviles, como estatuas grises, sentados en cuclillas frente a la escuálida llama de su estufa de gas, cuando tienen la suerte de tener gas, fumando tabacos inverosímiles, con la mirada empañada, intentando simplemente esperar a que llegue la noche sin pensar en nada. La tristeza de los días devorados por absurdas, insignificantes tareas; montar una expedición con un trineo de niño para recoger algo de leña o unos cuantos bidones de agua. La tristeza, también, de todos los que tienen la sensación de haber sido arrojados del mundo de los vivos, la tristeza de 300.000 rehenes cuya mirada nunca ve más allá de los muros invisibles de su ciudad. ¡Sarajevo! ¡Sarajevo!, ahora una cárcel y pronto, tal vez, su tumba. La tristeza de todo un pueblo condenado a cargar con el peso de recuerdos horrorosos.

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"Hacía cinco minutos que me, había marchado del periódico cuando oí la explosión, el típico sonido del impacto de un proyectil de mortero. Instantes después, una furgoneta cargada de cadáveres se acercaba, muy deprisa, por la dirección del mercado. En una curva, a sólo unos metros del lugar donde yo estaba, cayó un cuerpo: el cuerpo empapado en sangre de un hombre sin piernas. La escena era completamente irreal. Grité: "¡Paren! ¡Paren!".

La furgoneta dio la vuelta, se bajaron dos hombres, recogieron el cuerpo y volvieron a ponerse en marcha. Después pasaron unos 30 coches, todos con las puertas abiertas, cargados con los cuerpos de los heridos y los muertos, en dirección al hospital. Fue entonces cuando me di cuenta de la magnitud de la tragedia que nos había ocurrido", recuerda Zlatko Dizdarevic, un periodista de Oslobodenje.

En Sarajevo la tristeza era tan real como la nieve que cubría las casas, las calles y los parques de la ciudad. Nieve blanca, limpia de suciedad por el hielo y la guerra, resplandeciendo con un brillo increíble, parecida a la nieve de los inviernos de antaño, decían los habitantes.

La semana pasada también había una sensación de expectación. Una extraña clase de expectación, ya que todo el mundo se esforzaba por darte a entender que no esperaba nada. Cuando mencionabas el ultimátum o los ataques aéreos, los habitantes de Sarajevo respondían con una amplia sonrisa, recitando de un tirón la larga lista de promesas que no han sido cumplidas. Y aun así, a pesar de sí mismos, en secreto, los habitantes de Sarajevo no podían evitar esperar que algo sucediera. ¿Qué? "En cada uno de nosotros hay un demonio que susurra que no sería mala idea que los serbios también estuvieran de vez en cuando en el lado de los que reciben".

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Y después... El domingo por la noche sucedió lo que tal vez más temían los bosnios: nada; menos que nada. Las milicias serbias estuvieron de festejo toda la noche en las colinas de Pale. Los bosnios regresaron a sus heladoras casas y se despertaron a la mañana siguiente con resaca. Diez mil personas han muerto en Sarajevo en los dos últimos años. ¿Por qué? Por defender un ideal de comunidad democrática, porque rechazaban el fascismo y la limpieza étnica. Y los bosnios aceptaron estas muertes y todos los horrores del asedio.

Sabían que la libertad tenía su precio. Pero no habían previsto que la comunidad de naciones libres podía negarles de hecho su derecho a la existencia. Por eso, en su más profunda desesperación, tienen la impresión de haber sido derrotados dos veces, y de que la democracia occidental no ha hecho más que rematar el trabajo de destruir sus almas que se inició el 4 de abril de 1992, cuando los militantes del partido serbio de Radovan Karadzic ocuparon la Academia de Policía de Sarajevo.

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