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El 'test' de Clinton

La matanza de la mezquita de Hebrón ha herido de suma gravedad las conversaciones de paz israelo-palestinas. Tanto, que aún no sabemos si el paciente tiene probabilidades de salvarse. Ahí es donde el presidente Clinton, tan animado como anda con la actuación de su fuerza aérea en los cielos de Bosnia, tiene la necesidad de demostrar que la irresolución en Somalia y la omisión en Haití son cosa del pasado. Que, cuando menos, ya sabe lo que quiere.En días, mucho más que semanas, Bill Clinton debería sacar el proceso de paz del océano de sangre en el que chapotea, para sacarnos también a nosotros de la duda sobre si la nueva política de Washington en Bosnia es un hecho aislado o el signo de un nuevo activismo norteamericano en el mundo exterior. Lo que sería muy importante porque si el proceso de paz no sólo no se reanuda sino que, por añadidura, no lo hace con el anuncio de acuerdos de alcance decisivo e inmediata vigencia, podría haberse perdido la única oportunidad hasta la fecha verosímil, de hallar una solución al encanallamiento de Oriente Próximo.

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Para ello sólo cabe concebir que el presidente norteamericano, mucho más que hacer valer sus buenos oficios pidiendo a las partes que continúen con su charada negociadora, las convoque, en cambio, con la convicción y el mandato que sólo posee y puede blandir la Casa Blanca, para que las conversaciones produzcan pronto resultados. Y, todo ello, aún a riesgo de que si la operación fracasa el presidente norteamericano acabe con la cara como un mapa., El de Oriente Próximo, por supuesto.

Tenemos el ejemplo perfectamente instalado en la memoria de un presidente que, bien injustamente, se halla hoy considerado como un chapucero irresoluto apenas redimido por un brazado de buenas intenciones.

En 1978, el demócrata Jimmy Carter, con el presidente egipcio Anuar Sadat y el primer ministro israelí, Menájem Beguin, enzarzados en un iracundo forcejeo en el retiro de Camp David, se vio obligado a comunicar a sus huéspedes que estaba dispuesto a permanecer con ellos sin moverse de la casa de campo presidencial, hasta que ambos intransitables adversarios fueran capaces de acordar su aceptación o incluso su resignación ante la inevitabilidad de la paz. Carter retaba a sus invitados a que osaran abandonar las conversaciones y granjearse, a sí, el que saliera el primero de los dos la segura imagen ante el mundo de haber sido el responsable del desastre negociador.

La determinación de Carter, aliada a la seguridad de que el rais egipcio tampoco tenía ninguna prisa, puesto que, tras su histórico viaje a Jerusalén en 1977, no podía exponerse a regresar a El Cairo con las manos vacías, acabaron por darle la razón. Sadat y Beguin se comprometieron finalmente a una paz, cierto que descompensada e insuficiente, pero que se mantiene firme desde entonces, haciendo imposible él estallido de una nueva guerra general en Oriente Próximo.

La destrucción del proceso de paz ha de ser igualmente para Clinton mucho más un test, incluso, que el músculo que hogaño despereza en los Balcanes, porque el impulso político que hizo posible la firma del acuerdo de paz, el pasado 13 de septiembre en Washington, procedía de la Administración anterior. Los problemas de Clinton en el Balkán, como lo llama un amigo mío, son suyos y sólo suyos, pero los evidentes progresos en Oriente Próximo, los heredó del tándem republicano formado por el presidente Bush y su componedor Baker.

Dejar pasar esta oportunidad de apropiarse, con una enérgica finta de poder, el éxito de una reanudación con resultados a muy corto plazo de las conversaciones israelo-palestinas, sería mucho más devastador que la retirada anunciada de Somalia, la ruptura de las promesas a Jean Bertrand Aristide, legítimo presidente de Haití, e incluso que la larga pasividad, por otras razones no tan incomprensibles, en la antigua Yugoslavia.

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