Henry Roth sale del infierno
60 años después, el escritor termina su biografía novelada en seis volúmenes
Una vez cada 30 años, Henry Roth se despoja de la vida anónima que tan profundamente anhela e irrumpe en el mundo literario. Esta tradición se inició en 1934, cuando publicó Llámalo sueño, un afilado relato de la vida en el gueto judío de Nueva York, de una brillantez casi alucinante. Exactamente tres décadas después, el libro apareció por primera vez en rústica, y consiguió una portada de bienvenida en la revista de libros de The New York Times (¡para una edición en rústica!, ¡para una reedición!). Pronto. vendió más de un millón de copias, consolidándose como una obra maestra de la literatura.Este año, puntualmente, Roth ha vuelto. Ha concluido una obra en seis volúmenes, una autobiografía con ligeros tintes de ficción que sólo por su ambición deja pequeña casi cualquier cosa que haya salido de un procesador de textos. El primer volumen, A merced de una corriente salvaje, acaba de aparecer provocando elogios y expectación, pero Roth hace gala de su habitual desinterés. "Es un rdadero suplicio" dice refunfuñando. "No significa nada para mí. Soy un anciano, estoy a punto de cumplir 88 años. Me siento casi como un mercenario. Tengo que juntar pasta suficiente como para permitirme los cuidados necesarios".
No le crean. Un hombre que era contemporáneo de Roth pero que lleva muerto más de medio siglo, F. Scott Fitzgerald, dijo aquello tan famoso de que no hay segundo acto en la vida de los estadounidenses. Los grandes escritores, sobre todo, solían producir lo mejor de su obra al principio, degenerando después en el alcoholismo, la autocompasión, la autocaricatura o la decrepitud. Pero Roth rompe los moldes y vuelve al punto de partida, y lo sabe.
"Estoy en paz" dice. "He hecho lo queme ha costado 50 años de infierno. Inicié este proyecto cuando tenía 73 años. Pensé: hermano, si no lo consigues esta vez, olvídate".Lo consiguió, justo en el último momento. Padece un reúma articular que ha hecho que se le hinchen y entorpezcan las manos. Está en una silla de ruedas. Ha perdido un dedo del pie. Se somete a revisión en el hospital con la misma frecuencia que la mayoría de la gente visita el supermercado. En la mesa de la cocina tiene expuesta una auténtica farmacia.
"Ahora el libro está acabado", dice con una voz que debería estar tan rota como su cuerpo, pero no lo está. "Y él ha acabado conmigo".
La casa de estuco, una antigua funeraria, está rodeada por un antiestético muro de cemento y una verja de malla metálica. Al Este se divisan las gloriosas montañas Sandia. Mires donde mires, está muy lejos de la Nueva York de inmigrantes esbozada con tanta pericia en Llámalo sueño.Ésta no es la enternecedora saga de una madre bondadosa, un padre sensato y un valeroso muchacho que trepan desde el Lower East Side hasta un seguro puesto en Scarsdale. David Schearl es, por el contrario, un niño aterrorizado, amenazado tanto en casa como en la calle por unos acontecimientos y emociones que apenas logra comprender.
Llámalo sueño fue un logro sorprendente, sobre todo para un escritor que todavía no había cumplido los treinta años. El libro logró vender la impresionante cantidad de 4.000 ejemplares cuando se publicó por primera vez. Los críticos literarios no tardaron en observar las deudas estilísticas de Roth con James Joyce, que el autor resolvía de modo nada mediocre. Aún así, Roth era incapaz de lograr una continuación. La depresión estaba en pleno apogeo y para un joven comunista la única ficción verdadera estaba comprometida socialmente. "No es que el partido comunista me arruina ra", dice Roth, "pero, desde luego, ayudé". El gran Maxwell Perkins, editor de Hemingway y Thomas Wolfe, contrató con él un segundo libro, pero Roth fracasó tras escribir un árido la drillo de realismo socia lista.Sus turbaciones se presagiaban en un joyceiano pasaje al final de Llámalo sueño. David, respondiendo a un de safío, inserta una cuchara de metal en los raíles del tranvía. "Un largo estallido de llamas brotó del subsuelo, retumbó como si el velo de la tierra se estuviera resquebrajando". David está atónito.
"¿Estaba retratando simbólicamente mi propio futuro?", pregunta Roth. Para ganarse la vida se convirtió en maquinista, y después se trasladó con su mujer, Muriel, a Maine, donde empezó a dedicarse a la cría de aves acuáticas. Almacenaba sus apuntes en la in cubadora de patitos, lo que complacía a su juguetón sentido del humor -¡incubar las ideas en una auténtica incubadora!-, pero sólo se publicaron unos cuantos trabajos prematuros.
La correspondencia de Roth, sus ensayos y sus comentarios en entrevistas recopilados en 1987 en el libro Shifting landscape trazan el retrato de un artista que intenta, sin éxito, librarse de ser un artista. Cree que su incapacidad para escribir más no era sólo personal, era generacional. "Si hubiera estado en una sociedad más estable" piensa Roth, "que no hubiera cambiado de un modo tan brusco, podría haber llegado a ser... pues como Dickens. Él podía contar con su sociedad y con su actitud hacia la sociedad, que fue la misma desde su primera novela hasta la última. A mí no me parecía que pudiera hacer eso". En otras palabras, es dificil escribir durante un terremoto.
"Cuando los críticos se pongan con ella, espero estar ya a buen recaudo en alguna parte", dice el autor. "Dirán que era todo una gran mística". ¿Una gran mística? "Un gran error" precisa. Esto, como lo de llamarse a sí mismo Jewlysses [Judío-Ulysses], es uno de esos juegos de palabras que tanto le gustan. No obstante, la crítica en general ha manifestado entusiasmo.
The New York Times.
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