_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El hundimiento de la izquierda

Aunque la señora Thatcher se enorgullezca de haber cambiado el curso de la historia al computar en su haber no sólo la derrota estrepitosa de los sindicatos británicos, sino hasta el desmoronamiento de la Unión Soviética, es obvio que estas dos hazañas de la dama de hierro no se explican sin acudir a un montón de factores internos. Ante el asombro de propios y extraños, la Unión Soviética se desplomó por su propio peso sin que nadie la empujara, aunque tampoco nadie la apoyara, al intentar restaurar el edificio. Y en la descomunal derrota sufrida por los sindicatos británicos y el Partido Laborista, larga es la lista de errores y fallos garrafales de responsabilidad exclusiva de estas organizaciones. No faltaron los ingenuos que interpretaron la caída del comunismo como una victoria tardía del socialismo democrático, sin prever que podía arrastrar a la socialdemocracia, sobre todo, con la debilidad, creciente desde mediados de los setenta, del Estado de bienestar. El hecho es que el atronador derrumbamiento del comunismo ha remolcado a su principal contrincante, el socialismo democrático, que hoy intenta malamente sobrevivir, renegando de sus señas de identidad, lo que acelera aún más la caída.

Nada impide tanto la reconstrucción lenta y difícil de una izquierda adecuada a las nuevas condiciones del mundo actual como el obstinarse en rechazar el desplome de los partidos y sindicatos de izquierda en la Europa occidental durante el último decenio. No los ha derribado la derecha desde fuera; tampoco han caído por traiciones internas, como quiere la. leyenda; simplemente se han desmoronado, carentes de consistencia, al grito de sálvese el que pueda.

El caso español no deja de ser llamativo, al haberse hundido la izquierda manteniendo el poder. Partiendo de posiciones por completo desfasadas -la guerra civil y los 40 años la habían congelado en actitudes decimonónicas-, quedamos asombrados por lo rápido que supo modernizarse, primero, el sindicato socialista, al asumir desde el comienzo de la transición una postura claramente socialdemócrata, y luego el partido, en 1979, con el 280 Congreso bis, para comprobar pronto que debajo de esta aparente modernización permanecía incólume el viejo caudillismo clientelar.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

También la izquierda comunista, al adoptar el eurocomunismo poco antes de la muerte de Franco, supo asumir sus responsabilidades en la transición, que, en sus rasgos generales, salió mucho mejor de lo que los más críticos habíamos previsto. No se trata de volver a enjuiciarla en unas pocas líneas; únicamente importa subrayar que los males de que hoy nos lamentamos no se desprenden necesariamente de lo ocurrido entre 1976 y 1978. Al contrario, la monarquía parlamentaria que cuajó en las entrañas del viejo régimen ha dado pruebas más que suficientes de su apertura y flexibilidad, que en último término quedó confirmada con la alternancia en el poder en fecha tan temprana como 1982.

El que se haya hundido la izquierda en España precisa para explicarse, además de las circunstancias externas harto conocidas, de algunos factores específicos, actuantes a partir de 1982, que no eran necesarios, ni siquiera previsibles; se insertan en la serie de imponderables con los que se teje la historia.

Se sabía que el PSOE no iba a llevar una política falsamente de izquierda, basada en una ampliación dogmática del sector público, pero tampoco cabía imaginar que, obnubilado por el monetarismo neoliberal, caería en el dogmatismo contrario; más aún que, en su ciega confianza en el mercado, terminaría por desinteresarse de las políticas dirigidas a mejorar la estructura productiva del país. Si el precio del trabajo ha sido en el último decenio inferior a la media comunitaria, lamentablemente la tasa que invierte la industria española en investigación y desarrollo es tan baja que no compensa ni de lejos la ventaja de tener salarios competitivos. Empero, el descenso de nuestra productividad y el aumento del paro se atribuyen exclusivamente al elevado precio del factor trabajo y no a los más obvios -altos intereses, insuficiente innovación tecnológica, corporativismo en las cúspides empresariales-, y para corregirlos se acude tan sólo a desregular el mercado laboral para que bajen aún más los salarios.

Nadie esperaba tampoco que el desarrollo del Estado de las autonomías se habría de poner en marcha sin una reforma radical de la Administración pública, a falta de la cual se han disparado los gastos sin mejorar en nada la eficiencia. Tampoco que seguirían pendientes las reformas fundamentales -la Administración de justicia, la de la sanidad-, ni que las que se hicieran, como la de la Universidad, terminasen siendo contraproducentes.

Nadie con sentido común esperaba una política igualitaria a ultranza, nacida más de la envidia y el resentimiento que del sentido de la justicia, pero sí que se aprovecharía la coyuntura para ir edificando paso a paso una red de protección social lo más autónoma y lo menos burocrática posible. Que con los socialistas en el poder algo se recuperaría en el desarrollo democrático de las instituciones y que los movimientos de base, las organizaciones vecinales, las asociaciones culturales, en fin, el movimiento sindical, encontrarían por parte del Estado mayores apoyos para llevar a cabo una democratización en profundidad de la sociedad.

Nadie hubiera previsto el enfrentamiento de los sindicatos con el Gobierno, creciente desde 1986. Porque si algo parecía constituir la esencia del socialismo democrático era la idea de que modernizar nuestro sistema de producción implicaba, en el sentido más amplio, democratizar la sociedad para hacerla más libre y competitiva y, sobre todo, mucho menos corporativista: corporativismo no sólo dominante en el aparato del Estado o en la organización de las profesiones liberales, sino proveniente también de la organización actual de las empresas.

Pero no es tanto el que con un discurso socialdemócrata se hiciera neoliberalismo monetarista, ni que con un discurso democrático la democracia retrocediera en la calle y en las instituciones; lo que ya sí a algunos nos parecía inconcebible es que se llegara a potenciar la corrupción policial al aprovecharla para hacer terrorismo de Estado o que la corrupción, en sus distintas formas, desde la elemental y casi pintoresca de Juan Guerra, que parece sacada de un retablo del caciquismo decimonónico, a la más técnica y propia de nuestro tiempo, la de las filesas, acabara siendo la enseña por la que amplias capas sociales identifican a los socialistas.

La confluencia de todos estos factores muestra una misma causa. El socialismo llamado democrático se ha hundido, precisamente, por haber eliminado por completo la democracia de la vida interna de sus organizaciones. El último congreso del PSOE pasará a la historia como ejemplo de control absoluto desde la cúpula sin dejar el menor resquicio para la disidencia, con lo que todos los que lo asumieron sin la menor réplica -hay que recordar que las únicas voces de protesta fueron la de Solchaga y la de Izquierda Socialista-dieron prueba pública del grado de corrupción que cada uno había alcanzado: no se puede dar por bueno semejante espectáculo y suponer que después queda Intacta la credibilidad democrática.

En efecto, existe una relación directa entre la falta de democracia y el grado de corrupción. Corrupción es callar ante una manipulación obvia que se hace pasar por democracia, o aceptar las consignas de arriba, sean cuales fueren sus contenidos. Si por el temor de ser expulsado de la mayoría se cierra los ojos ante todo lo que ocurre a nuestro alrededor, entonces no se descubren las filesas aunque estén en la boca de todo el mundo. El militante calla y tuerce la vista como si no le concerniese como ciudadano y socialista, cuando no trata de echar tierra al escándalo de turno inventando "campañas organizadas por los enemigos de la democracia", que a tanta villanía hemos llegado.

Cuando el sindicato, que hasta ahora ha defendido con argumentos muy convincentes un último reducto socialdemócrata, se desploma por la misma causa

Pasa a la página siguiente

El hundimiento de la izquierda

es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_