Pelusa

Le quería sin deseo y le hizo un regalo. El envoltorio, atado con el bramante de los buenos comercios, llevaba un papel de droguería. Una vez entregado, la mujer dadivosa se quedó, comprensiblemente, al desembalaje: no hay mayor placer, una vez agotados los placeres mayores, que ver la emoción causada en el otro por el regalo que uno se haría a sí mismo. Él acabó rasgando de mala forma el paquete hasta llegar al corazón: no era el estuche de las estilográficas ni del encendedor de chapa de plata, sino una caja de cartón con letras muy vulgares de reclamo y una fotografía del producto interior. "Lo tengo repetido", se dijo en el silencio del desengaño. Frente a él, la mujer dominaba la situación con el sarcasmo de los que saben ya el desenlace de la película de suspense.
Ni era una máquina de afeitar ni lo tenía. Era un regalo útil, un electrodoméstico de última generación ideal para el soltero: una rasuradora de ese pelo que las ropas sueltan con el roce, dándoles el aspecto de un cuerpo granulado. Se tocó por instinto una mano con la otra y la piel de las mejillas con ambas. Pero había que hacer la demostración; sacó una chaqueta, un polo y dos jerséis surtidos de bolitas de lana. La membrana de metal agujereado aspiraba el tejido como un ojo de serpiente. En pocos minutos las prendas quedaron lisas.
La operación produjo en el hombre un súbito optimismo. Se había quitado un peso o un año de encima. Y volviéndose a la mujer con la que no dormía desde hacía catorce meses, deseó darle más que un beso. Pero ella estaba vaciando el depósito de la maquinilla, del que caía la lana sobrante, la lana muerta, la lana virgen. Después se fue. Él corrió detrás de ella, pero el portazo se le adelantó. Al darse con la cara en la puerta vio el calendario: hoy era lunes 14 de febrero, día de los... ¡¡¡no!!!
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