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Violencia en la intimidad

El provocador juicio del pene cortado, uno de los casos más divulgados y seguidos de los últimos tiempos en Estados Unidos, concluyó recientemente con la absolución por un jurado de cinco hombres y siete mujeres de una joven esposa que se tomó la justicia por su mano, vengándose de las palizas y violaciones a las que la sometía constantemente su marido. La razón para exculparla fue que sufría de enajenación mental pasajera, a consecuencia de estas agresiones conyugales. De alguna manera, los miembros del jurado optaron por una sentencia más humana que estrictamente legal, pero también aplicaron una especie de ley del Talión y trataron de reivindicar a las víctimas de la violencia en la intimidad *Millones de personas, entre escandalizadas y fascinadas, siguieron nerviosamente la trama de esta tragedia humana a través de los medios de comunicación. Para los hombres, el caso ha sido especialmente chocante. El desquite implacable de esta mujer ha retumbado en la caverna del miedo masculino más profundo y primitivo: ser castrado. Una pesadilla cuyas ramificaciones tangibles y simbólicas son sencillamente horripilantes. Para las mujeres, en cambio, la revancha de la esposa atormentada ha significado algo nuevo. Durante siglos, a través de las más diversas culturas y en casi todas las sociedades, la mujer ha soportado indefensa y en silencio los abusos de su cónyuge. La esposa que se vengaba iba en contra de la norma cultural o de la ley y era severamente castigada.

A nadie se le escapa que la venganza de esta mujer a las vejaciones de su marido fue inaudita, por mucho que abunden casos de abuso similares. Según cifras oficiales de la policía, en Norteamérica se denuncian unos 2.800 asaltos diarios contra mujeres en el ámbito del hogar. También existen los hombres maltratados por sus esposas o amantes, pero la proporción es mucho menor. Con todo, la fiabilidad de estos datos es muy dudosa. Escondidas celosamente de la luz pública, las vicisitudes de la convivencia en el hogar se rodean con una coraza protectora de tabú y de silencio.

La agresión sádica y prolongada ocurre sólo en situaciones de cautiverio, cuando la víctima es incapaz de escapar de la tiranía de su verdugo y es subyugada por fuerzas físicas, económicas, legales, sociales o psicológicas" « Esta condición se da en las cárceles, en los campos de concentración, en ciertos cultos religiosos y en burdeles, pero también, y con mucha frecuencia, en la intimidad del hogar. La familia es el caldo de cultivo más pródigo en conflictos y contradicciones; por un lado se presenta como un refugio seguro, pero simultáneamente es el escenario donde se representan las más violentas pasiones humanas.

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Según los expertos en criminología, las personas tenemos mayor probabilidad de ser asaltadas y maltratadas en nuestro propio hogar a manos de alguien querido que en ningún otro lugar. Esto no nos debería extrañar, dado que no existe otro animal vertebrado que, impulsado por la pasión de vivenciar el dominio total sobre otro ser, llegue a torturar con mayor indiferencia y crueldad a sus compañeros de vida, a los miembros de su propio clan.

Precisamente esta ansia irracional de control y de poder es la fuerza principal que alimenta la violencia doméstica. Otros ingredientes frecuentes del abusador son la personalidad antisocial, la impulsividad, la baja tolerancia para la frustración, los sentimientos de inferioridad o de insuficiencia, una infancia violenta, el alcohol, las drogas y, sobre todo, los celos. Esta amarga enfermedad combina los sentimientos de posesión y desconfianza, es "un monstruo de ojos verdes que desdeña la carne de la que se alimenta", como la definió William Shakespeare.

La agresión en la intimidad está también relacionada con esa dolencia colectiva que el sociólogo Emile Durkheim llamó anomia: el desmoronamiento patológico de los principios culturales y de las normas sociales de comportamiento. La anomia produce hombres y mujeres eternamente insatisfechos, rabiosamente resentidos, descontrolados y con un asco Irritante hacia la vida que les impulsa hacia la destrucción maligna de sus semejantes.

Además de daños físicos, la violencia conyugal causa en las víctimas trastornos emocionales profundos y duraderos, en particular la depresión crónica, la baja autoestima, el embotamiento afectivo y el aislamiento social. Desafortunadamente, una barrera que se ha interpuesto en el avance de nuestro conocimiento ha sido la propensión entre los profesionales de la salud mental a atribuir la causa de los maltratos a supuestos antecedentes psicopatológicos de la propia víctima, en lu-

ar de considerar los síntomas secuelas del abuso.

Ejemplo clásico de esta tendencia a culpar a la víctima ha sido el viejo y manoseado razonamiento de que la violencia masculina en la pareja satisface la necesidad de sufrir de la mujer. En 1932, el mismo Sigmund Freud escribía: "La supresión de la agresión en las mujeres, constitucionalmente y socialmente impuesta, favorece el desarrollo de intensos impulsos masoquistas, los cuales se vinculan eróticamente a sus tendencias autodestructivas. El masoquismo es, pues, auténticamente femenino". Asimismo, en 1985, la psiquiatría oficial consideró el diagnóstico de personalidad masoquista para calificar a personas -casi siempre mujeres- que permanecen en relaciones explotadoras en las que son habitualmente maltratadas. Lo irónico es que el término masoquismo, que proviene del nombre del escritor austriaco del siglo pasado Leopold von Sacher-Masoch, está basado en los clásicos relatos de hombres que encontraban el placer sexual siendo azotados brutalmente a manos de mujeres voluptuosas y despiadadas.

Afortunadamente, según dan a entender los datos más recientes, desde 1989 el índice de violencia doméstica en Estados Unidos y en el resto de países de Occidente ha descendido a una media anual del 5%. Pienso que esta tendencia está relacionada con los cambios positivos en la estructura del hogar y en la sociedad en general. Para empezar, la edad media del hombre y la mujer al contraer matrimonio se ha incrementado, y esto sugiere un grado más alto de madurez en la pareja. Por otro lado, la condición de la mujer ha mejorado notablemente, no sólo por el ímpetu de la causa feminista, sino también por la disponibilidad de métodos de control de natalidad seguros y efectivos. Estos cambios han favorecido la progresiva liberación socioeconómica de la mujer, una mayor igualdad entre los sexos y el descenso en el número de hijos no deseados. Igualmente importante ha sido la aceptación social del divorcio, válvula de seguridad que permite a parejas desgraciadas escapar de una relación conflictiva e intolerable.

Otros factores influyentes incluyen la mayor concienciación y repulsa colectiva de la violencia en el hogar, gracias a la extensa divulgación de este problema por los medios de comunicación, y el efecto disuasorio que ejerce una legislación más progresista para frenar las agresiones conyugales. Finalmente no hay que olvidar la existencia de más opciones y de mejores tratamientos psicológicos para los protagonistas de este drama familiar.

En definitiva, la violencia en la intimidad nos plantea un doble reto: salvar la vida de la víctima y rescatar al mismo tiempo el alma de su agresor. Porque estas crueles agresiones dañan gravemente a las víctimas, pero también llevan a los verdugos a su autodestrucción, al confinarlos a un desierto moral que está poblado exclusivamente por las aberraciones y patologías que engendra el odio.

es psiquiatra y comisario de los servicios de salud mental de Nueva York.

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