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Tribuna
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La encrucijada

La guerra de los Balcanes, la catastrófica evolución de lo que muchos europeos y sus dirigentes creyeron en junio de 1991 sería tan solo una escaramuza armada entre separatistas croatas y eslovenos y centralistas serbios, ha alcanzado un punto crítico y necesariamente de inflexión. Dos años de lectura simplista del conflicto, confusiones interesadas y la ignorancia y pereza mental tan habituales en sociedades ricas y estómagos satisfechos no han evitado lo peor: para los bosnios, la muerte, y para nosotros, la miseria moral, el descrédito y la descomposición política.El fracaso de la política del "no pasa nada, son tribus que se inatan" ha quedado en trágica evidencia. La tentación de crear un cordón sanitario en torno a los Balcanes y dejar que la fiera grande se coma a la débil no funciona. Hasta las cancillerías mas torpes se han convencido de que no podemos permitir criaderos de serpientes en el vecindario si queremos evitar que los reptiles aniden en casa. A la larga, nuestras sociedades no pueden vivir en la contradicción de condenar a la cárcel a un neonazi alemán por quemar una casa con tres musulmanes en Solingen y recibir con honores y discursos laudatorios a Karadzic o Mladic, directamente responsables de la muerte de decenas de miles de musulmanes bosnios.

Pase lo que pase a partir de la una de la madrugada del lunes próximo, nada volverá a ser igual que antes de esta hora en que expira el ultimátum lanzado por la OTAN a las fuerzas serbias de Bosnia. Si continúa la guerra, será otra guerra. Pero si realmente ha llegado la hora de la lucidez de la Alianza Atlántica, única organización occidental cuya credibilidad no ha sucumbido en la crisis balcánica, es posible que Europa se reencuentre con unos principios que hicieron de la parte occidental de este continente un bastión de libertad durante las últimas cinco décadas y cuyo éxito civilizatorio, con todas sus imperfecciones, marcó el fracaso del sistema antagónico en el Este.

Con la misma convicción que movió a Winston Churchill a romper con la deplorable y deplorada política de Chamberlain de doblegarse ante la amenaza de un régimen cuya razón de estado es el racismo, la violencia y la mentira, los Gobiernos. de Francia y EE UU han movilizado a Occidente a esta acción común contra lo políticamente insostenible y moralmente intolerable: la impunidad del crimen como instrumento político y bélico.

Es posible -incluso probable- que las fuerzas serbias accedan a una negociación real cuando constaten que Occidente no está dispuesto a tolerarles todo. Pero es seguro que este momento, en el que Europa parece por fin haber reunido las fuerzas para luchar por defender los fundamentos de la sociedad abierta, en primer lugar el antifascismo, marca una recapitulación de las relaciones con Rusia. Hubiera sucedido también sin la guerra de Bosnia. Pero la decisión europea de no tolerar indefinidamente la barbarie desvelará también que el sueño de una Rusia plenamente identificada con los intereses de Occidente es tan sólo eso, un sueño.

Rusia no defiende a Serbia sólo por afinidad cultural, histórica y religiosa. Su política en las antiguas repúblicas soviéticas persigue objetivos similares a los que Belgrado se marcó cuando comprobó que su asalto a la hegemonía étnica en el Estado condenaba a muerte a Yugoslavia. Europa está ante una encrucijada. La defensa de sus valores en casa, en los Balcanes, en Rusia y países vecinos requiere decisión. Rusia no es un enemigo -tampoco lo es en sí Serbia-, pero su política puede llegar a ser una amenaza. Frente a este reto es razonable la ayuda, pero siempre desde la firmeza mostrada por Occidente desde el bloqueo a Berlín en 1948 hasta la caída del muro en 1989. Es ésta la que nos garantiza la capacidad de autodefensa de nuestra sociedad.

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