_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El fetiche monetario internacional

La polémica reciente sobre la actuación del Fondo Monetario Internacional (FMI) en Rusia plantea, en términos graves, el papel de dicha institución en el nuevo desorden internacional. Recordemos que se trata de una institución que pagamos entre todos, usted también, a través de las aportaciones de nuestros Gobiernos. Y lo que el FMI hace, o deja de hacer, tiene una influencia decisiva en la suerte del Tercer Mundo, en la estabilidad geopolítica internacional o en el deterioro del medio ambiente. El tema merece unos minutos de reflexión.Hablemos primero del FMI en Rusia. Yo lo viví personalmente. En enero de 1992, el Gobierno ruso, entonces dirigido por Gaidar, me pidió que coordinara un comité de expertos sobre los problemas sociales de la reforma económica, paralelo al trabajo de los expertos económicos dirigidos por Jeffrey Sachs. Nuestro comité, integrado también por Alain Touraine, Fernando Cardoso, Stephen Cohen y Martin Camoy, advirtió sobre las consecuencias potencialmente desastrosas de una reforma económica que desmantelara el sistema de protección social sin instrumentos políticos para gestionar las tensiones resultantes. Pero estábamos de acuerdo con la necesidad de una transición rápida hacia el mercado, en el fondo socialmente menos dolorosa que una lenta agonía del sistema soviético. ¿Cómo armonizar la rapidez de la reforma económica y el mantenimiento de un "colchón social" mínimo que amortiguara las contradicciones? A través de una ayuda masiva de Occidente que permitiera mantener empleo público, subsidiar los sectores más necesitados (jubilados) y crear un fondo de estabilización del rublo. En esto coincidíamos sociólogos y economistas y fue la postura del Gobierno de Gaidar. El principal periódico ruso, Izvestia, me hizo una larga entrevista en la que, de acuerdo con el Gobierno ruso, expliqué públicamente los argumentos a favor de la estrategia propuesta. En la primavera de 1992, los demócratas contaban con el apoyo de Yeltsin, el Parlamento no podía oponerse frontalmente a las reformas y la población daba un margen de confianza al nuevo Gobierno. Ése fue el momento decisivo en el que se perdió la batalla de la reforma. Rusia quedó atascada en la ruptura sin reforma. Y el motivo fundamental fue que el FMI, encargado por los países occidentales de pilotar la ayuda económica, se opuso al plan de ayuda solicitado por el Gobierno ruso, a pesar de que la inflación estaba reduciéndose y la privatización avanzaba rápidamente. En realidad, lo que el FMI exigía es que funcionara ya un mercado en una situación en donde se estaba apenas iniciando la transición a ese mercado. Una situación históricamente nueva, en la que las coordenadas económicas tradicionales no servían de guía. Esa ceguera tecnocrática del FMI (apoyada en su momento por la Administración de Bush) fue lo que llevó al vicepresidente norteamericano Albert Gore y a su enviado especial Strobe Talbott a criticar abiertamente la actuación del FMI, crítica a la que se han unido los economistas que asesoraron al Gobierno ruso, Sachs y Aslund, poco sospechosos de heterodoxia económica. La incapacidad política de entender la situación rusa (o del mundo) en términos distintos de parámetros macroeconómicos cortó la ayuda occidental en un momento decisivo, suscitando un proceso que destruyó la credibilidad de las reformas, envalentonó al viejo aparato soviético y sembró en las mentes la tentación del salvador autoritario, haciendo posible el fenómeno Zhirinovsk¡. Si todo ello conduce a una Rusia ultranacionalista (con o sin Zhirinovski), a una nueva tensión internacional y a un proceso de rearme, inflacionista como es sabido, el analfabetismo sociopolítico del FMI habrá conseguido exactamente lo contrario de lo que pretendía en la economía mundial y, en el camino, habrá destrozado un país tan importante como Rusia y hecho retroceder las perspectivas de concordia internacional.

Lo grave es que el FMI no ha hecho en Rusia sino continuar con su política tradicional, bien conocida en el Tercer Mundo, consistente en sanear las economías para la inversión internacional aun a costa de destruir las sociedades. Un sociólogo norteamericano de prestigio, John Walton, realizó un estudio que establece una relación estadística significativa entre las medidas de austeridad dictadas por el FMI en América Latina y la cadena de explosiones sociales en las ciudades del continente que tuvieron lugar a lo largo de la década de los ochenta. La estrechez de criterios de las políticas de ayuda implica no sólo insensibilidad social, sino incapacidad de un cálculo económico en términos más amplios, de desarrollo sostenible. Por ejemplo, el país privilegiado por el FMI en América Latina durante dos décadas fue el Chile de Pinochet, modelo económico ultraliberal. Chile creció extraordinariamente, pero sobre bases que ahora se revelan peligrosamente inestables. El 80% de las exportaciones chilenas, motor del crecimiento, están ligadas a recursos naturales en primera transformación. Ejemplo: Chile es el primer exportador del mundo de harina de pescado (alimento para el ganado). Método de producción: captura masiva e indiscriminada de enormes bancos de pescado que son triturados en bloque. Lo que hoy es fuente de ganancias y exportaciones arruina el futuro ecológico y económico de la pesca en Chile. Los trabajos de Guillermo Geisse y otros expertos medioambientalistas en Chile muestran hasta qué punto el desarrollo chileno se basó no sólo en los salarios de miseria (un factor poco diferencial en el actual contexto mundial) sino en la destrucción masiva del medio ambiente de un país con extraordinarios recursos naturales aprovechando las condiciones de dictadura. El fácil y abundante financiamiento otorgado por el FIM a Pinochet no incluyó cláusulas de conservación del medio ambiente, un factor esencial en las nuevas políticas de desarrollo pero que los expertos del FMI todavía ignoran.

Es un viejo ritornelo de la izquierda el fustigar al FMI como instrumento del imperialismo. Es un error. Hay tantos imperialismos hoy día y en tantas dimensiones distintas que las formas de imperialismo son múltiples, diversas e intersticiales: no tienen nombres ni banderas, son flujos e imágenes. El FMI es el instrumento de sí mismo. Y si a algo representa es al sacerdocio de la ideología económica neoliberal (nada que ver con la respetable, aunque discutible como todo, ciencia económica). Pero Camdessus, su presidente, tiene razón. Es responsabilidad de los Gobiernos el determinar los criterios de la ayuda internacional. Entonces, ¿para qué necesitamos el FMI? El FMI, piedra angular del orden económico mundial creado en 1944 en Bretton Woods, es una supervivencia obsoleta en una economía global profundamente transformada y en una cultura en la que ya no identificamos desarrollo con crecimiento. En el nuevo mundo en que vivimos, el FMI no sólo es un despilfarro como aparato ideológico y una nulidad como instrumento de análisis, sino un peligroso agente de desestabilización política en un complicado periodo de transición histórica.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Manuel Castells es catedrático de Planificación de la Universidad de Berkeley.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_