En el Este, sin novedades
Ich bin ein Berliner (Soy un berlinés), declaró el presidente de EEUU John Kennedy en 1963 junto al muro que dividía en dos a la capital alemana. Aquellas palabras, dichas en el apogeo del enfrentamiento norteamericano-soviético, reflejaron con precisión la firme decisión de Occidente de defender sus posiciones en el centro de Europa. Fueron también palabras que alimentaron las esperanzas de que algún día se conseguiría la reunificación de Alemania y la reestructuración política de Europa central y del Este.Vo piervij Rossiya (Ante todo, Rusia). Esas palabras las pudo decir el actual presidente norteamericano, Bill Clinton, durante la visita que efectuó en enero a Moscú. No las dijo, pero de alguna manera fueron plasmadas en las declaraciones que proliferaron tras la reunión del Consejo de la Alianza del Atlántico Norte en Bruselas, en la que se decidió que la OTAN no sería ampliada y los candidatos centroeuropeos tendrían que pasar, junto a Rusia, por la sala de espera.
Todos saben que desde Pedro I, es decir, desde el siglo XVI, Rusia ejerce una sensible influencia sobre Europa. La desintegración de la URSS y la recuperación de la independencia por parte de las repúblicas que la integraban, así como la independización de Moscú de sus antiguos aliados europeos, no ha modificado esa realidad. Rusia, por profunda que sea su crisis económica y social, sigue siendo una potencia atómica de primera magnitud, sigue siendo el Estado más extenso del mundo, con riquezas naturales inconmensurables. Por esas razones, a nadie puede extrañar que Estados Unidos desee garantizar a Moscú la participación en la solución de todos los problemas de la seguridad europea e incluso de los problemas más importantes de las relaciones internacionales.
Si Estados Unidos apoya invariablemente a Rusia, a pesar de que en ese país se han fortalecido las tendencias conservadoras y han sido eliminados del poder los tres reformadores más importantes, es porque Norteamérica se preocupa, ante todo, de que Moscú consiga y refuerce la estabilidad. Washington desea que Rusia sea un país gobernable para que esté en condiciones de reaccionar ante los fenómenos que se producen en distintas regiones del mundo que hasta hace muy poco se encontraban bajo su control hegemónico. Washington no quiere ser el único responsable de la solución de todos los problemas que surgen en el mundo, y menos aún cuando se trata de conflictos regionales. Las lecciones de Somalia y de Bosnia, conflictos dificilísimos de solucionar incluso con la participación de las organizaciones internacionales, han sido bien aprendidas por los norteamericanos. Estados Unidos necesita, pues, una Rusia fuerte, capaz de restablecer el orden en las zonas del hemisferio oriental en las que tiene tradicionalmente una considerable influencia. Lo demuestra la doctrina sobre la división binaria del mundo formulada por Helmut Sonnenfeldt, que establece las distintas zonas de influencia y las reacciones asignadas a la OTAN. Como bien dice Adan Daniel Totfeld, director del Instituto de Investigaciones sobre la Paz, de Estocolmo, "hoy nadie advierte la amenaza del Este, porque sólo piensan en los peligros que hay en el Este".
Evidentemente, zonas como el Cáucaso son imprevisibles y ya ahora deben preocupar seriamente a los políticos del mundo entero,, aunque sobre todo a los norteamericanos. ¿Qué sucedería si el interminable conflicto entre Azerbaiyán y Armenia se extendiese, por ejemplo, a Irán, Irak y a Turquía, que es miembro de la OTAN? Nadie puede desear semejante desarrollo del conflicto del Cáucaso, pero la única que puede impedirlo, sin renunciar a una injerencia directa, es Rusia.
Hoy mismo somos testigos de que Rusia es la única potencia capaz de impedir que se extienda a Tayikistán el conflicto afgano porque es la única que protege la frontera entre los dos países.
El temor existente ante la expansión del fundamentalismo islámico es una justificación más que argumentada para, dar a Rusia carta blanca en sus acciones en la región del Asia Central, que muchos consideran auténtica cuna del extremismo islámico.
Lo que acabo de exponer se asemeja un poco a la paradoja hegeliana en la que lo trágico se convertía en farsa, pero ¿podemos acaso olvidarnos de que hace apenas cinco años Estados Unidos hacía cuanto estaba a su alcance para acabar con la intervención soviética en Afganistán? ¿No vemos acaso ahora cómo ese mismo país está dispuesto a permitir actos de fuerza de Moscú para impedir que el integrismo islámico, con una gran fuerza en Afganistán, se extienda no solamente a las antiguas repúblicas soviéticas en las que el islam es una potencia? La caída del telón de acero ha provocado grandes cambios en la visión del mundo, pero no solamente en el Este.
Muy aleccionador es también el ejemplo que ofrece la guerra en la ex Yugoslavia. La desesperanzada situación de los Balcanes puede inducir a Occidente a esperar una intervención más concreta de Rusia. Y hay que decir que existen argumentos históricos a favor de ese mayor compromiso de Rusia en la zona. Pero si esas expectativas de Occidente se convierten en realidad, no habrá necesidad de otro argumento para demostrar que EE UU asigna a Rusia un papel singular también en Europa del Este.
Europa y el mundo necesitan la calma y el orden en Rusia por otras dos razones más. En primer lugar, toda desestabilización de ese país será una insuperable ocasión para el fortalecimiento de las tendencias nacionalistas, chovinistas y expansionistas. En segundo lugar, hay que tener permanentemente presente que Rusia es una gran arsenal termonuclear. La energía y la desintegración del Estado ruso podrían debilitar o anular el control sobre las armas nucleares y harían aún más real la amenaza de un conflicto global, incluso motivado por un simple accidente.
Esa realidad hace que EE UU tenga dos almas con intereses encontrados. La primera se bate por un auténtico desarrollo de la democracia en Rusia, pero la segunda exige comprensión ante las medidas antidemocráticas que son útiles para evitar la desestabilización dentro y fuera de las fronteras rusas.
Creo comprender el dilema de EEUU. Siento también respeto y simpatía por el pueblo ruso que sufre por el hundimiento de su economía y por la pérdida del prestigio que tenía su nación como gran potencia mundial. ¿Puede extrañar en ese contexto la neurasténica reacción de Rusia ante los intentos de sus antiguos aliados de Europa oriental de ingresar en la OTAN?
Esa reacción alérgica de Rusia debe ser comprendida, y el programa Asociación para la Paz parece haberla tomado en consideración, y de ahí que, a mi modo de ver, sea un paso dado en la más aconsejable dirección. Pero tampoco puede extrañar que esa maniobra occidental haya provocado molestias en Polonia y otros países de Europa del Este, ya que no satisface sus aspiraciones. Polonia está ubicada en la zona estratégica en la que siempre soplaron fuertes corrientes, invariablemente fundamentales para la paz en Europa. Las trágicas experiencias legadas por la historia han dejado un marchamo muy doloroso en la conciencia del pueblo polaco. Hoy, los polacos necesitamos garantías firmes para nuestra seguridad. Y ésa es la principal razón de que exijamos, como pueblo, que la concepción sobre el reparto binario del mundo sea minuciosamente precisada en cuanto a sus principios y alcance.
El desarrollo de la situación confirma que Europa necesita un sistema de seguridad y colaboración lo más amplio y eficaz posible. Desde ese punto de vista, el programa Asociación para la Paz tendrá sentido únicamente si se convierte en embrión de ese sistema de seguridad general. En caso contrario, funcionará únicamente como un calmante que no puede curar las enfermedades.
Erich Maria Remarque dio a una de sus novelas más célebres el título de Sin novedad en el frente. Hoy, cuando reaparece la doctrina sobre el reparto binario del mundo, podemos decir lo mismo. Sin embargo, después de haber analizado los resultados de la visita de Clinton a Moscú y las aspiraciones expansionistas que ha reforzado entre algunos influyentes políticos rusos, optaré por decir: "Sin novedad en el Este, por voluntad de Occidente".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.