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Las afueras

Las católicas damas que habitaban en los barrios del centro decían los suburbios, tierras de infieles menesterosos, territorio indefinido y excéntrico donde ejercitar la catequesis y la caridad cristiana, primero la una y después la otra, no fuera a ocurrir que, tras el reparto de turrón en Navidad, bufandas, calcetines o botes de leche condensada, los catecúmenos salieran en desbandada huyendo de la prédica y del catecismo. En los suburbios, decían los informes policiales, entre la pobreza y el desarraigo, brotaban la prostitución y el delito" la enfermedad y la disidencia política. Ceñudos moralistas suscribían que delito, miseria, prostitución y epidemias no eran sino consecuencias de una tara moral que transmitía de padres a hijos los gérmenes de la insurrección, los virus del comunismo y el anarquismo. Ése era el auténtico mal; la pobreza y la enfermedad eran secuelas de la desafección política heredada.Ésos eran los suburbios, y el suburbano era el nuevo metro que atravesaba, como en una pesadilla surrealista, la Casa de Campo y enlazaba la plaza de España con Carabanchel pasando por ninguna parte. Un derroche insensato en una ciudad que crecía en todas las direcciones y que carecía de un sistema de transportes colectivos mínimamente eficaz. La insensatez obedecía, al parecer, a un sensato asunto de especulación; no se trataba de rendir servicio a barrios periféricos, donde ya estaba todo edificado y negociado, sino de construir, alrededor del insólito trazado del metro, nuevos barrios y rápidos negocios en unos terrenos revalorizados por la línea férrea.

El suburbano amplió los horizontes de los chavales del centro acercando las afueras al precio de un billete de metro. En metro o en tranvía escapábamos a la libertad sin tutelas de los desmontes de la Dehesa de la Villa o de la Casa de Campo, rastreando las cicatrices de batallas recientes que entonces nos parecían muy lejanas. Algunos veraneábamos con nuestras familias en hotelitos de Peña Grande y Valdeconejos, donde terminaban las afueras y empezaba el campo. Descampados más que campos eran los territorios que conquistábamos los niños urbanos, solares y ruinas, escombros y cardos borriqueros, charcas que no arroyos, lagartijas como únicos trofeos de caza. En las afueras se abrieron nuestros ojos a lo prohibido, escenas celosamente veladas por los guardianes de la moralidad urbana. Aprendimos del sexo espiando a furtivas parejas de novios o acechando a decrépitas mercenarias que practicaban su milenario oficio al abrigo de las tapias. En las afueras, entablamos trato, pese a las advertencias de nuestros mayores, o quizás a causa de ellas, con solitarios y vagabundos pobladores de aquellos despoblados.

A finales de los años sesenta, jóvenes universitarios, contaminados por el virus del marxismo, volvimos a las afueras, a los suburbios, un nuevo viaje hacia la libertad, en este caso libertad vigilada de las re uniones políticas, solidaridad de obreros y estudiantes, asambleas, mítines y recitales clandestinos. Aquellas veladas tenían también algo de catequesis: barbados diáconos daban a conocer la buenanueva del catecismo marxista, acompañados a la guitarra, invocando a san Miguel Hernández, al venerable Antonio Machado o al irredento León Felipe. En interminables coloquios posconcierto, los catequistas iluminados impartíamós lecciones teóricas, largamente superadas en la práctica por nuestros presuntos catecúmenos proletarios, que nos sufrían por puro compañerismo, sin esperar mas compensación que algún improbable destello de talento artístico o humorístico que rompiera la monocorde letanía de los cantautores y de las cantautoras que, impávidos y voluntariosos, salmodiaban una y otra vez Vientos del pueblo y No nos moverán, o afectaban un imposible deje argentino para arrancarse con las coplas del abuelo de Atahualpa Yupanqui: "Un día pregunté yo, abuelo, si existe Dios", materialismo dialéctico en versión pampera de payador perseguido. La sorpresa, el talento, afloraba, por ejemplo en las apariciones del vitriólico y filosófico Chicho Sánchez Ferlosio, algunas de sus primeras canciones, U paloma, El gallo rojo... de puro populares pasaban por anónimas; mientras, Chicho se desentendía de los himnos y de las consignas para seguir por libre, efectuando su personalísima crónica de los tiempos y de las ideas. Crónica persistente que Chico, a dúo con Rosa, sigue desgranando en las afueras del sistema; underground puro y duro, precarios tabladillos, sótanos sombríos, antros semiclandestinos, no por persecución de la policía política, sino por hostigamiento de la policía municipal, no por censura, sino por clausura o denegación de licencia a partir de un reglamento de espectáculos cuya ambigüedad permite todo tipo de arbitrariedades a los ediles.

Afuerismo y marginalidad en las entrañas de la ciudad, chabolismo seminómada y marginación en los aduares de las afueras, poblados, ranchos, campamentos que ya nunca visitarán las damas de la catequesis, aunque quizá lo haga algun ex catequista, ex universitario y toxicómano en busca de su dosis. Tierra de Nadie, archipiélagos yermos circundados por las autopistas, divididos por las vías del tren, sin señales que indiquen el camino, sin placas, ni rótulos ni censos. Paisaje irredento que los ciudadanos respetuosos con la ley sólo perciben fugazmente a través de las ventanillas del tren o del autobús de línea. Encrucijadas en las que nunca se pierden los automovilistas temerosos de traspasar los límites de su mundo cotidiano y asomarse al abismo, de atravesar la imprecisa frontera que se acerca, día a día, a las vallas metálicas de sus pistas de tenis, a los parterres de sus chalets adosados, a los aparcamientos de sus nuevas viviendas del extrarradio.

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