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Circula todo menos la gente

En Europa, contrariamente a cuanto nos dicen políticos y euroburócratas, la otra unión, la que no es económica, progresa poco. Porque ¿qué otro modo existe de definir un espacio común si no es permitiendo a los que vivimos en él recorrerlo sin trabas? El día en que pueda viajar a Londres. sin documentación me encontraré en la UE como en mi casa, como todos los que vayan en mi vuelo desde Madrid.Eso debieron pensar también los responsables de Alemania, Francia y el Benelux (y más adelante, de España, Italia y Portugal) cuando firmaron en Schengen el 14 de junio de 1985 un acuerdo por el que se proponían adelantar a 1990 la libre circulación de personas por la CE, tres años antes de lo previsto por el Acta única, que a partir de 1 de enero de 1993 debía establecer las cuatro libertades (de circulación de bienes, capitales, servicios y personas). Pues pasó 1990, pasó 1993, pasó el 1 de febrero de 1994, momento en que ya sí no se iba a retrasar más la cosa y ... se aplazó sine die con la esperanza de que la medida pueda ser reconsiderada en algún momento de 1995. ¿El culpable? Un ordenador de Estrasburgo cuya misión será intercambiar información sobre los ciudadanos europeos: no ha sido posible ponerlo en marcha , caramba, con lo que la gente está fichada pero no puede circular.

El criterio de Schengen es relativamente sencillo: se trata de hacer que cualquier persona pueda pasar sin trabas ni aduanas ni control policial de un país a otro de la UE. Para que ello sea posible en el caso de extranjeros (no europeos) no residentes en Europa, es preciso que las fronteras exteriores de la Comunidad sean seguras, es decir, que haya garantías de que la policía ante la que se presentan personas que provienen de fuera de Europa no es un coladero de terroristas, narcotraficantes e inmigrantes ilegales. Por que, una vez que hayan accedido a territorio comunitario, nadie las controlará. Eso es lo que se ha llamado fortaleza Europa, un concepto que parece más que razonable.

En la segunda mitad de los 80, Europa no tenía 12 miembros sino 13. El decimotercero era, como ha escrito Robert Solé, una colectividad de ocho millones de personas: los súbditos extracomunitarios, inmigrantes . homologados repartidos entre todos los países miembros y sometidos a sus diferentes normativas. Hoy, contando con la avalancha de refugiados e inmigrantes más o menos ilegales provenientes de los restos de la Europa del Este, no es difícil aventurar que su número se acerca a los 12 millones. Un problema nada menor que tiene que ver con dos cosas: una, la generosidad de este viejo continente para acoger a los que sufren persecución por hambre o por política y, dos, la necesidad de ejercer un cierto control sobre su número y sus condiciones de llegada; ambas dictan una política de extranjería que tiene mucho que ver con el dinero que cuestan los extra-comunitarios.

Pero no es sólo eso. No hay policía del mundo que renuncie voluntariamente a controlar los movimientos de los ciudadanos de su demarcación. No hay que olvidar que el acuerdo de Schengen fue hijo del Grupo Trevi (compuesto por los ministros del Interior y, a veces, de Justicia de la CE), cuyo objeto era diseñar modos de intercambio de información y seguimiento de la gente, sobre todo de los delincuentes. O lo que es lo mismo, modos para que los ciudadanos no escaparan a su vigilancia una vez que los Tratados impusieran su derecho a circular libremente.

De manera que, a medida que se iba construyendo el edificio policial europeo, los dif6rentes países iban cambiando y unificando y restringiendo su legislación de inmigración y asilo, para adecuar ambas cosas a las necesidades de libre espacio previsto por la Europa de los ciudadanos. Y cuando han empezado a tenerlas montadas y debía darse el paso que abriera las fronteras, les falla el ordenador, caramba. Y así, el dispositivo comunitario de seguridad está en marcha, mientras que no funciona el que abre las fronteras. Es para sospechar, ¿o no?

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