Ese oscuro objeto de búsqueda
Las magnitudes astronómicas nos abruman por su desmesura. El planeta Tierra, que parece inmenso desde nuestro humano punto de vista, es una minúscula partícula gravitando alrededor del Sol, un millón de veces más voluminoso que nuestro planeta. Pero el propio Sol no es más que una estrella vulgar, situada en las afueras de la galaxia, de entre los más de 100.000 millones de estrellas que la componen. Y la galaxia entera, con sus dimensiones inasequibles a la intuición, de un millón de millones de millones de kilómetros de diámetro, es una más de entre la multitud de galaxias que se agrupan en cúmulos y estructuras complejas a todo lo largo y ancho del universo. Verdaderamente, es dificil no sentirse abrumado por la enormidad del mundo en el que nos hallamos inmersos.Pues bien, uno de los descubrimientos más asombrosos e inesperados de las últimas décadas es que esa inmensidad de estrellas y galaxias no supone más que una pequeña parte de toda la materia presente en el universo, seguramente no más de unas pocas centésimas de toda la realmente existente. El resto, la mayoría, no se ve, y por esa razón se le ha dado el nombre de materia oscura. No se ve porque no emite luz ni intercepta con suficiente eficacia la que proviene de los cuerpos luminosos, pero actúa mediante su interacción gravitatoria sobre objetos celestes que sí se ven.
Es, precisamente, esa presencia gravitatoria lo que puso a los científicos sobre la pista de su existencia. Todo empezó, a principios de los setenta, con el estudio del movimiento de nubes de gas situadas fuera de nuestra galaxia pero sometidas a su atracción gravitatoria. Para sorpresa de todos, ese movimiento no podía explicarse con la sola presencia de la materia galáctica visible, con todo y ser de las dimensiones antes evocadas. Más bien parecía el efecto de una cantidad de materia casi diez veces superior extendida mucho más allá de los límites de su disco visible. La conclusión que se imponía era que lo que vemos no es más que la parte brillante y conspicua, pero menor, de un objeto más voluminoso, cuya parte principal es un gigantesco halo, invisible a nuestros instrumentos ópticos pero observable por su acción sobre cuerpos visibles.
Lo que parecía inabarcable no es, finalmente, más que una pequeña parte de algo más inabarcable todavía. La conclusión fue adquiriendo solidez a medida que se fueron observando fenómenos similares en nuestra galaxia así como en otras, que resultaron ser mucho mayores de lo que sugiere la simple materia visible. La cosa empeoró, o mejoró, dependiendo del gusto de cada cual, cuando se puso de manifiesto que el movimiento relativo de las galaxias tampoco es explicable únicamente en términos de sus masas, incluidas las de los halos respectivos. Es necesario que exista más materia invisible, más materia que escapa a los métodos ordinarios de detección, pero que está ahí, oscuramente, e indudablemente, presente.
La verdad es que estos hallazgos, que deberían haber sumido en la zozobra y la inquietud a los físicos, no suscitaron en ellos mayor preocupación; en realidad lo estaban deseando. En efecto, en el marco de la teoría estándar del universo, resulta verdaderamente difícil, y hasta poco natural, entender la densidad promedio de materia visible observada. De acuerdo con las teorías en vigor, desde luego no definitivas, en pleno desarrollo y eventualmente revisables, es más natural un universo más lleno. De hecho, la situación preferida por los físicos, por motivos teóricos y hasta estéticos, es una densidad de materia con un valor especial, la llamada densidad crítica.
La densidad promedio de materia en el universo es el parámetro que determina su evolución a largo plazo. Si es menor que la densidad crítica, entonces no habrá fuerza, en el futuro, capaz de frenar la inercia de la expansión y el universo seguirá expandiéndose y enfriándose indefinidamente. Si la densidad es mayor que la densidad crítica, entonces la propia atracción gravitatoria, que tiende a concentrar la materia, irá frenando la expansión, deteniéndola por completo para iniciar posteriormente una fase de contracción; son los casos extremos de universos abierto y cerrado. La densidad crítica representa, pues, el valor intermedio para el que la expansión acabará por frenarse progresivamente, sin que haya posterior contracción. Ese valor es, justamente, el que emerge de manera natural en los esquemas teóricos vigentes.
¿Es esa densidad grande o pequeña? En comparación con las densidades de materia ordinarias sobre la Tierra, incluso en la más enrarecida y tenue región de la atmósfera, se trata de una magnitud verdaderamente minúscula; apenas unos pocos átomos por metro cúbico. Pero, teniendo en cuenta la inmensidad de las zonas vacías en el cosmos, es nada menos que unas cien veces mayor que la observable en forma de materia visible. Y como por casualidad, si a esta materia visible se le añade la materia oscura en las cantidades sugeridas por la observación, la densidad total tendería a acercarse a la crítica, coincidencia que, como puede suponerse, colma de satisfacción a los físicos.
Se cierra así el círculo. La observación empírica sugiere algo que es verdaderamente una enormidad, pero esa enormidad es lo que cuadra con las teorías avanzadas acerca de la naturaleza y la historia del universo en su conjunto. Hubiera bastado mucho menos para que el convencimiento de que esa materia oscura es real fuera adueñándose de la mente de los científicos, se iniciara su búsqueda y empezaran a imaginarse experimentos que pudieran ponerla de manifiesto.
En relación con su posible naturaleza, lo menos extravagante sería que se tratara sencillamente de un conjunto de cuerpos celestes ordinarios, lo suficientemente fríos como para no irradiar luz como las estrellas, y compactos de modo que no puedan ocultar la luz de cuerpos brillantes lejanos, como hacen, por ejemplo, las nubes de polvo galáctico. Esos objetos deberían tener una masa del orden de unas décimas de la masa del Sol o menor, de modo que no lleguen al mínimo necesario para dar lugar al nacimiento de una estrella, flotando, oscuros pero omnipresentes, en el halo de las galaxias. Su nombre, ustedes perdonen, es el de MACHO (iniciales inglesas de objetos del halo compactos y masivos).
Pero la cosa no es tan sencilla. Aun suponiendo que las galaxias tuvieran enormes halos de MACHO, hasta el extremo de multiplicar su masa visible, ello no sería suficiente para explicar toda la materia oscura supuestamente existente. Más aún, lo que falta no puede ser nada parecido a planetas o semiestrellas; no puede ser materia de la que están hechos los cuerpos celestes ordinarios, y hasta los lectores y el autor de este artículo.
Si se acepta el esquema teórico que ha permitido comprender propiedades extremadamente generales y bien contrastadas del universo, ese resto de materia oscura, que es, posiblemente, la parte mayoritaria, no puede ser nada parecido a la que se encuentra en los átomos, componentes de la materia ordinaria. Los MACHO constituirían una especie de mayoría silenciosa en las galaxias, pero, con todo, una minoría en el conjunto del universo.
Debe tratarse de alguna clase de partículas elementales cuya interacción con la materia ordinaria sea muy débil, de modo que su observación sea imposible con los procedimientos usuales, permaneciendo, en consecuencia, "oscura". Se les ha llamado, ustedes perdonen de nuevo, WIMP (de partículas masivas que interaccionan débilmente), y serían algo similar a los neutrinos, que son partículas bien conocidas y muy abundantes en el universo.
El problema es que los físicos, además de bautizar, con mejor o peor gusto, a sus propias criaturas, tienen la obligación de idear procedimientos para verificar experimentalmente su existencia y sus propiedades, o para descartarla. Justamente en eso consiste
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la ciencia, en que las construcciones teóricas, con cuya ayuda comprendemos el mundo material, deben ser contrastadas con el experimento de modo que cualquiera que cuente con los medios apropiados pueda verificar su mayor o menor adecuación a la realidad.
A pesar de su temible nombre, los MACHO deberían ser, en principio, más fácilmente observables que los WIMP; más fácilmente, pero, desde luego, no fácilmente. De hecho, en 1986 se propuso, por primera vez, un posible método de detección de MACHO en el halo de nuestra galaxia, consistente en observar, de modo continuado, el brillo de estrellas situadas fuera de la misma, a fin de registrar el efecto de uno de esos misteriosos cuerpos oscuros al interceptar su luz. Pero la probabilidad de que ello suceda, teniendo en cuenta la inmensidad del espacio en que MACHO y estrellas se mueven, es tan ínfima que sería necesario seguir a millones de estrellas durante años para que el brillo de algunas de éstas se alterara como consecuencia de uno de esos cruces. La idea era interesante pero irrealizable.
Afortunadamente, unos pocos años después, los avances en las técnicas de almacenamiento y análisis de ingentes cantidades de información permitieron diseñar experimentos realistas basados en dicha idea. Y así, dos grupos de científicos, uno norteamericano-australiano y otro francés, iniciaron el seguimiento de algunos millones de estrellas pertenecientes a la Gran Nube de Magallanes, pequeña galaxia satélite de la nuestra, en experimentos que han durado años.
Tras haber analizado una parte de los datos obtenidos, ambos grupos han informado del hallazgo de tres sucesos en los que el brillo de una estrella situada en la Gran Nube, de Magallanes, es decir, fuera de nuestra galaxia, se ha intensificado temporalmente de un modo consistente con lo previsto para el caso en que un macho cruzara la línea que une la Tierra con esa estrella. Ese número de sucesos coincide, más o menos, con lo que sería esperable para el caso en que el halo de nuestra galaxia tuviera el volumen estimado y estuviera formado únicamente por MACHO. En principio, el resultado del experimento es alentador y podría constituir la primera prueba directa de la presencia de esa especie, a decir verdad no muy excitante, de materia oscura en forma de cuerpos compactos y fríos.
Tres sucesos, aunque importantes, son una evidencia demasiado débil como para que la existencia y naturaleza de los MACHO se considere una cuestión zanjada. No se puede descartar que las variaciones de lurninosidad observadas se deban a causas internas a las propias estrellas, desconocidas y, hasta donde sabemos, poco probables. Pero si en el análisis del resto de los datos obtenidos, y en nuevos experimentos, siguen detectándose este tipo de fenómenos en cantidad suficiente, será posible decidir si efectivamente se ha encontrado lo que se buscaba. Si dicha confirmación se produjera en el próximo futuro, habríamos desvelado una parte importante del mundo material realmente existente, invisible hasta el momento y, sin embargo, crucial para entender la dinámica galáctica y, lo que es más importante, algunos de los episodios que tuvieron lugar en el universo primitivo, tales como el propio nacimiento de las galaxias.
Los WIMP son más duros de pelar y su detección, caso de que existan, no será, con toda seguridad, tan fácil ni tan rápida. Se trataría de una nueva pieza, ignoramos si la última, del puzzle en que se ha convertido la búsqueda de toda la materia realmente existente en el universo. Caso de completarlo se habría avanzado de un modo notable en la comprensión de las primeras fases del universo, permitiéndonos profundizar, con una cierta confianza, en modelos cosmológicos que son, hoy por hoy, provisionales. En todo caso, es bastante probable que los resultados obtenidos por los dos grupos de científicos antes mencionados sirvan para colocar una buena porción de piezas nuevas.
Nos encontramos, pues, ante lo que podría interpretarse como una nueva vuelta de tuerca de la revolución copernicana. La materia sobre la que se organizan los sistemas planetarios alrededor de estrellas calientes y luminosas, nuestro Sol, mundos, digamos, confortables, que permiten la aparición de la vida y la sustentan, sería una parte residual de toda la materia ordinaria. Pero es que si existiera esa otra forma más exótica de materia oscura, entonces no tendríamos más remedio que aceptar que toda esa magnificencia de estrellas y sus cortejos de planetas, todos los cuerpos celestes que vemos y que nos maravillan, no suponen más que una fracción verdaderamente insignificante de toda la materia presente en el cosmos.
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