"Las dictaduras han desaparecido, pero quedan residuos en el teatro"
Empezó a escribir su primera novela hace 30 años, pero ha sido en el último cuando ha retomado todos los apuntes, perdidos por cajones y por la memoria, y la ha construido. El viaje a Pantaélica está situada en un país imaginario de finales del siglo XVII y llena de vivencias personales. Aquelarre y la noche roja de Nosferatu, escrita en 1961 y dirigida por Guillermo Heras, se reestrena en la Sala Olimpia, en Madrid, y después viajará a numerosas ciudades españolas. Es el espectáculo que más éxito de crítica y de público ha tenido esta sala en los últimos años.Pregunta. Una vez más, a pesar de que la vocación que usted arrastra desde la infancia es el texto dramático, trabaja en otros campos creativos, en esta ocasión la novela, y sigue sin escribir teatro, que abandonó hace años.
Respuesta. ¡Qué le voy a hacer! El teatro, en estos momentos, es un exiguo espacio expresivo. Al que verdaderamente le gusta vivir de su escritura teatral, como a mí, tiene que buscar otros terrenos porque en ése no colocas nada. Si no que se lo pregunten a Gala, a Agustín Gómez Arcos o al propio Fernando Fernán-Gómez.
P. Además, en su caso, la década de los ochenta ha sido muy extraña, ya que los teatros públicos le han dado la espalda.
R. Hace dos o tres años la cosa ha empezado a cambiar, pero ha sido rarísimo. Supongo que ha influido el hecho de que hay una cierta dictadura de los directores; las grandes dictaduras y las ideologías totalitarias han querido hacer un teatro suyo, de propaganda de su régimen incluida la rusa, con sus grandes directores, como Stanislavsky o Meyerhold; todas eligieron a los directores de escena como transmisores, seleccionadores y filtro del teatro que se hacía, porque el hombre de letras era más conflictivo, y a un hombre de teatro se le puede controlar mejor subiéndole el sueldo o dándole un teatro para dirigir.
P. ¿Identifica esas dictaduras con la etapa socialista?
R. Sí. No es que ellos sean conscientes de ello ni hayan tenido esa intención. Ha ocurrido en muchos países occidentales con ese teatro subvencionado.
P. ¿Estamos viviendo un totalitarismo teatral?
R. Claro, además no somos los responsables los directores de escena; nos han pedido que hagamos espectáculos perfectos, pero no es eso lo que hay que hacer. Lo cierto es que las grandes dictaduras y las ideologías totalitarias han desaparecido, pero sus residuos están en el teatro.
P. Como hombre de izquierdas, ¿le preocupa la derechización que está viviendo la sociedad occidental?
R. Muchísimo. Sobre todo con respecto a las letras y al teatro. No sé si será muy espontáneo o quizá normal, pero el hecho de que sean obras de Benavente o de los Quintero las que lleven público al teatro quiere decir que nuestro teatro ha sufrido un retraso. Quizá todos tienen derecho a su mundo y vivir como les apetezca, pero desde luego yo no soy de ese mundo, y uno se encuentra siempre separado y marginado de la línea general que lleva la sociedad.
P. ¿Cuando ejerce de director teatral se automutila como dramaturgo?
R. En cierto modo sí. Lo que pasa es que a los directores se nos hizo responsables de la filtración, y esa dictadura va a terminar, porque es injusto que sean los directores los que seleccionen el teatro. Como director no pueden darme la responsabilidad de hacer el teatro de mi tiempo y que sea yo el que seleccione el texto, deben dármelo y yo tener la posibilidad de elegir hacerlo o no. Conozco a muchos directores, y algunos saben muy poco de letras y no están al tanto de los textos dramáticos de su tiempo, cosa que no ocurre con los dramaturgos. Se echa de menos que no se le quiten ciertas atribuciones a los directores de teatro.
P. ¿Por qué esa pelea constante en su vida por ser dramaturgo cuando usted se podía haber acomodado como pintor surrealista, escenógrafo o figurinista?
R. Hay que creer en la fatalidad del destino. Desde pequeño tenía obsesión por el teatro. Me hice pintor por imaginarme escenografías, hacerme teatritos. Siendo tan joven sólo podía entrar en el teatro si triunfaba como pintor. Pero mi verdadera vocación es la de escribir textos teatrales.
P. ¿El viaje a Pantaélica y su aparición como novelista tiene que ver con la situación de los dramaturgos. contemporáneos?
R. Por supuesto. Ello no quita que me lo haya pasado muy bien escribiendo este libro situado en el XVII, pero lleno de connotaciones de actualidad. Son vivencias que engarzo en ese clima del XVIII que a mi me gustaba tanto encontrar en Voltaire.
P. ¿Qué cuenta usted en su primera novela?
R. La vida, el mundo, mis experiencias italianas en Venecia Nápoles, Sicilia, en donde conocí a los personajes más variopintos de mi vida y viví una época muy ardiente.
P. Era la época en la que usted reclamaba el placer y el dolo de lo atrevido, ¿sigue reclamándolo?
R. Con la vejez el placer no tiene tanta importancia, ahora creo más en el bienestar.
P. En la novela no aparece París, ciudad en la que le concedieron el Premio Polignac y en la que hizo amistad con personajes como lonesco, Beckett, Brecht, Helen Waigel, Artaud, y conoció a Geneviève Escande, su esposa durante 10 años.
R. Es verdad. Dejé en París la gran vida codeado con la mejor sociedad de aquella ciudad, que en el fondo me ahogaba y que impedía decidir mi destino. El conocer a toda esa gente me influyó, pero no en aquel momento, que para mi fue angustioso, sino después. Seguramente no aparece toda aquella época en la novela porque intelectualmente me influyó mucho más la etapa italiana.
P. En El viaje... el protagonista se llama Cambicio, un personaje recurrente en sus comedias que ahora parece su álter ego.
R. Sí. Me gusta tener personajes fijos, ha sido el galán de algunas de mis obras, y en la novela puede que en gran parte sea yo. El nombre sugiere cambio, el cambio constante que impone la vida con su realidad.
P. En su novela dice que la realidad está loca.
R. Ésa es la cuestión. Que está trastornada. Es imprevisible en muchas ocasiones. Mi propia realidad cotidiana también, aunque en los últimos tiempos tengo que reconocer que hay en mí una parte de renuncia a un determinado tipo de vida, no a mi mundo literario, pero he renunciado a muchas cosas.
P. Habla usted en tono de autojubilación.
R. Autojubilación no, al contario, jubilación impuesta por la sociedad en que vivimos, y eso es algo que no se puede evitar. Aunque considero que, como no me fallan las tuercas, estoy tan bien a mis 67 años como a los 30, y además sé más.
P. Usted ha vivido la cultura europea y española de la última mitad de siglo de manera muy intensa, ¿que evolución ha observado?
R. Después de escritores como Valle-Inclán o Gómez de la Serna, que se inventaron un determinado tipo de novela originalísima, y después de Lorca, con esa excitante carga literaria, la verdad es que no encuentro gente de tanto relieve. Fuera sí que están Ionesco o Beckett, pero también hace tiempo. No vislumbro nada original en el horizonte.
P. ¿Su teatro furioso sigue siendo furioso?
R. Sigo siendo respondón, pero no tengo la capacidad de reacción que tenía antes. Me indignaba y me hacía feliz agredir a la sociedad que nos aprisionaba. La edad calma estas cosas, aunque hoy mi teatro sigue estando furioso en el doble sentido: aún tiene valor y tiene agresividad.
P. Nosferatu es uno de sus textos más ricos, pero más extraños, acusadores y barrocos, escrito mucho antes de esta nueva moda por el vampirismo, ¿por qué no se representó antes?
R. La verdad es que todos dicen que siempre he sido muy adelantado. Yo creí que era una obra que no se iba a estrenar nunca, porque era muy original, pero eso no lo consideran ni los directores de escena, ni los empresarios, ni nadie.
P. ¿La hegemonía de los directores de escena pasará?
R. Ya está ocurriendo en Francia, y pasará en todo el mundo. ¡Qué más quisiera yo que Bergman o Brook fueran grandes escritores!
Babelia
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