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Los amigos de la libertad

Antonio Muñoz Molina

Juan Marsé ha contado la decisión de valentía insensata que lo llevó a escribir Si te dicen que caí como si la censura franquista no existiera, como si no existiera el franquismo. A principios de los años setenta, harto de transigir, de simular y de callar, Marsé se recluyó como un monje de novela gótica en el espacio íntimo de una absoluta libertad narrativa que lo condenaba sin excusas a la clandestinidad, y a parte de escribir una de las mejores novelas españolas que se conocen, dio el ejemplo civil de tomarse la justicia poética por su mano, permitiéndose la insolencia y el descaro de un ajuste de cuentas personal con una dictadura que no parecía entonces que llevara camino de acabarse. Aquella novela, escrita en 1973, premiada y publicada en México, reeditada en España después de la muerte del dictador, es en sí misma un manifiesto por la libertad de expresión, un monumento erigido a la resistencia, al puro empeño individual de no seguir doblegándose, de no aceptar nunca más la monotonía de la obediencia.Por los tiempos en los que Si te dicen que caí se escribía, incluso en el año dificil en que los adictos a Marsé pudimos leerla en Seix Barral, la libertad de expresión era todavía un sueño escrito con spray por las paredes, una amenaza y una promesa, una ambición tan física como la de respirar con plenitud que se iba logrando diariamente, con persecuciones y castigos, con heroísmos menores y constantes. Como Marsé, aunque más tarde que él, muchos nos dábamos cuenta de que la única manera de hacer posible la libertad de expresión era practicándola, aprendiendo a decir exactamente lo que a uno le daba la gana, disfrutando con entusiasmo y naturalidad aquel tumulto de bienes tardíos que nos iban llegando desordenadamente, ya fueran libros, revistas, músicas, emisoras de radio, periódicos. Desde principios de mayo del mismo año en que Si te dicen que caí se publicó en España, uno ejercía cada mañana la libertad de expresión comprando este periódico, que nos parecía tan limpiamente nuevo, tan bien hecho, tan ilustrado y razonable como la democracia que aún no existía.

Yo tenía un conocido de carácter especialmente doctrinario al que sólo le gustaban los libros prohibidos, pues imaginaba que todos aquellos autorizados por la censura carecían de interés: por culpa de la libertad de expresión poco a poco se vio condenado a perder el hábito de la lectura. Vivíamos en libertad vigilada, pero había algo de inusual y de mágico, incluso de sagrado, en esos gestos cotidianos y audaces con los que nos íbamos inventando entre todos una vida sin vigilantes ni censores.Nostalgia y rabia

Lo más llamativo de ciertos lujos absolutamente imprescindibles es la rapidez con que uno se acostumbra a ellos. Al lujo de la libertad de expresión nos acostumbramos todos tan fácilmente como a una respiración menos fatigosa, como el que deja de fúmar y ya no se acuerda al subir escaleras de los jadeos de asfixia que le costaba ese esfuerzo liviano no mucho tiempo atrás. Nos hemos acostumbrado tanto que cuando en las últimas semanas he vuelto a oír esa antigua consigna, libertad de expresión, casi me he conmovido de nostalgia, justo un segundo antes de que me ganara la rabia. Resulta que ahora los amigos de la libertad de expresión son el dramaturgo Alfonso Sastre, que la proclama en defensa del diario Egin (periódico tan clarividente que da las noticias de los crímenes unos días antes de que se produzcan), y el presunto periodista Julián Lago, a quien un juez ha prohibido la emisión de una cualquiera de las constantes dosis de embrutecimiento y basura que las cadenas de televisión se han especializado en propagar.

Alfonso Sastre, que fue de aquellos a quienes la libertad desenmascaró, mostrando lo poco que tenían que decir, se exilió a Fuenterrabía como si se retirara a Albania, a la Albania doctrinaria, puritana y hermética que quisieran instaurar en Euskadi sus amigos políticos, más o menos los mismos que utilizan Egin como boletín oficial de sus actividades. Alfonso Sastre. es un perseguido que denuncia con valentía los atentados contra la libertad de expresión que comete la democracia española: que grite tales denuncias en perfecta libertad y amparado por la ley, y que al mismo tiempo estrene en los teatros públicos administrados y pagados por el régimen que tan gravemente lo oprime (y que en ocasiones incluso lo premia) no son hechos que mitiguen su mesianismo, o que tengan la virtud de hacer que se le caiga la cara de vergüenza.

No hay nada delictivo en que Alfonso Sastre consagre su libertad a proclamar que carece de ella, o en que el llamativo Julián Lago se presente a sí mismo en figura de víctima de otra persecución tan rigurosa e injusta como la que padece el furibundo dramaturgo abertzale. En su adolescencia politizada y cándida pensaba uno que la libertad de expresión iba a servir para traer al mundo todas las maravillas posibles de la inteligencia, para limpiar el aire y sembrar en cualquiera decisiones de valentía como la que llevó a Juan Marsé a escribir Si te dicen que caí: pero es tan generosa que también protege el cinismo y la imbecilidad.

Por culpa de la costumbre, de la falta de uso, la libertad de expresión parece que se nos va volviendo corrupta y estéril, pues ya sólo la esgrimen los que quieren amparar en ella el beneficio de su propia desvergüenza. Lo más inquietante es preguntarse qué sería de esa hermosa libertad si la administraran héroes de ahora mismo, si estuviera en manos de individuos como Alfonso Sastre y Julián Lago.

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