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El manifiesto encontrado en Zaragoza

El 30 de noviembre de 1993, un grupo de pintores y escultores españoles protagonizó un curioso amago revolucionario. Como no había palacio de invierno que tomar, optaron por reunirse en el paraninfo de la Universidad de Zaragoza para hablar entre ellos de cosas que creían importantes. Antes de dar por concluida la asamblea y de que los asistentes se retiraran de nuevo a sus estudios (de invierno), han lanzado un manifiesto. Ya sabemos que esta palabra tiene mucha tradición en el arte de las vanguardias: siempre que la oímos recordamos el verbo encendido de Marinetti, Tzara o los surrealistas, las grandiosas exigencias colectivas, las soflamas contra los intereses mezquinos de la sociedad burguesa, caduca y filistea.Qué raro, nada de ello se encuentra en este escrito. A juzgar por lo publicado (véase EL PAÍS del 1 de diciembre de 1993), parece que nos hallamos ante un ejemplo perfecto de prosa sindical-funcionarial, cuyos 14 puntos (peticiones, mandamientos) podrían resumirse del modo siguiente: el artista debe seguir siendo el dueño más que moral de su obra, aunque la haya vendido, y debe cobrar por cada eventual reproducción o transacción que pueda hacerse de la misma; y el Estado debe garantizar esos derechos de propiedad, para ellos, para sus herederos, hasta 70 años después de fallecido el creador.

Parece evidente que han denominado manifiesto a unas reivindicaciones legales corporativas con importantes secuelas económicas. Quisiera dejar claro que me parece muy encomiable el deseo de proteger a los artistas, que son seres, según palabras de Gordibo, "desvalidos y débiles, algunos de ellos verdaderos héroes, que trabajan con dificultades bestiales". Pero es muy poco probable que se remedie su situación mediante esta clase de reclamaciones.

Los 14 puntos del texto son bastante candorosos. Es Bamativo que no reconozcan el distinto carácter de las obras de arte visual ni tampoco la naturaleza endemoniadamente variada de su hipotética reproducción. No puede equipararse un óleo de Antonio López a un comic de Mariscal: lo primero es un objeto único y sus reproducciones deberán entenderse, normalmente, como recordatorios o citas de la obra original; el comic, en cambio, ha sido concebido ya para su reproducción fotomecánica, y su copia es como la de una novela. Está claro que ambos tipos de obras no pueden considerarse de la misma manera cuando se habla de "derechos de autor". ¿Y qué decir de los modos, de los contextos y de las intenciones? Hacer una postal con la hipotética pintura de Antonio López no es igual que reproducirla como parte de una argumentación en un artículo crítico, en una historia de la pintura española contemporánea o en un manual escolar. Lo mismo podría decirse de muchas fotografías y diseños gráficos, cuyas facilidades teóricas de reproducción son mucho mayores. ¿Es todo ello piratería económica y/o intelectual?

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Una cosa es la innoble explotación económica de los creadores y otra el derecho social al debate y al disfrute de los productos culturales. Las asimilaciones literales entre los derechos de los músicos o escritores y los de todos los artistas plásticos puede conducir a graves distorsiones de la realidad. Pagar por la reproducción fotográfica de una escultura en un libro histórico-artístico equivaldría a exigir una cuota económica por la paráfrasis o resumen de un poema, con alguna cita literal, en una historia de la literatura.

No saquemos las cosas de quicio. Una obra es artística cuando ha recibido la sanción crítica y es considerada como tal en los medios especializados. El autor es sólo uno de los agentes implicados en la noción compleja de la artisticidad. Sorprende la candidez de esas reclamaciones de derechos que implican pagos de cánones en transacciones ulteriores ¡por encima de las 25.000 pesetas! ¿No deberíamos pagar igualmente un porcentaje por la reventa de un tresillo? ¿O sólo debemos hacerlo cuando lo ha diseñado alguien cuya obra se publica en las revistas? También se reclaman regalías casi eternas para los herederos, lo cual me parece particularmente suicida. Todos los estudiosos del arte del siglo XX conocen bien los caprichos de algunas viudas, la voracidad, veleidades y disputas de hijos, nietos, sobrinos, yernos y demás depositarios / as de los derechos de algún artista famoso. En pocos casos favorecen de verdad el conocimiento y la difusión de la obra de su ilustre predecesor. No es lo mismo heredar la enciclopedia Espasa o un piso en Badajoz que los derechos de exhibición y reproducción de un creador. Algunos valores culturales son colectivos y no deberían ser monopolizados arbitrariamente por nadie.

En fin, una cosa sí está clara: al amparo de la ingenuidad de algunos, engordan nuevas especies de intermediarios. Tal vez haya agentes y leguleyos que arranquen en el futuro algunos duros más a los editores y a los galeristas, lo cual encarecerá el producto artístico, dificultándose su uso social. Se publicarán menos libros de arte y estarán peor ilustrados (en los casos dudosos se incluirán siempre imágenes de obras que no deban pagar el impuesto revolucionario). Dudo mucho, en cualquier caso, que tales dineros vayan a mejorar de verdad la condición de los artistas. ¿Acaso no necesitan financiación las agencias encargadas de perseguir el supuesto delito de difundir el arte? Es preciso recordar además que esta guerra no concierte a los artistas poco conocidos ni a los principiantes, que son la inmensa mayoría. Sigue abierta la cuestión de cómo podemos velar de verdad por sus intereses. Quizá no debiéramos descartar la hipótesis de que una variante peculiar de la vieja lucha de clases (los poderosos contra todos los demás) funcione también dentro del arte: así es como algunos defenderían sus asuntos particulares arrogándose impunemente la representación de todos los demás.

Está bien que los pintores y escultores (como todos los otros sectores laborales) reflexionen, se asesoren y reclamen, pero debieran saber mejor lo que defienden. Y un respeto, por favor, a las tradiciones de la modernidad: no llamemos manifiesto a esa vergonzosa exigencia de que el Estado proteja derechos inusitados de sacrosanta propiedad. Es evidente que desean ir mucho más lejos de lo que se considera razonable en nuestro celebrado "sistema liberal".

Juan Antonio Ramírez es catedrático de Historia del Arte en la Universidad Autónoma de Madrid.

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