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En catalán

Una vez más la polémica sobre el catalán ha vuelto a surgir. Es un tema recurrente de la vida española en lo que va de siglo. Ahora se ha equiparado la actual situación del castellano con la del catalán en tiempos de la dictadura: ambos idiomas perseguidos en la Administración y en la enseñanza. El paralelismo quizá sea eficaz como banderín de enganche periodístico, pero resulta problemático en el terreno de los hechos. El castellano cuenta con una presencia todopoderosa en los medios de comunicación, en la Administración su peso sigue siendo fuerte, se puede aprender en las escuelas en que se estudia en catalán, es la lengua académica de otros establecimientos públicos y privados, y tiene en Barcelona su principal centro editorial, de España y de América. Nada de esto, o su equivalente, le sucedió al catalán durante el franquismo.Es posible que en la política lingüística de la Generalitat se hayan cometido excesos. En el partido nacionalista que hoy dirige el Gobierno de Cataluña hay gentes que tienden, en virtud de sus propias convicciones irredentistas, a este tipo de conductas. Pero no conviene olvidar que Cataluña tiene el Gobierno que se ha dado libremente y que, además, la normalización lingüística cuenta con el apoyo de todas las fuerzas parlamentarias. Éste es un dato crucial, que no admite obliteraciones, al margen de algunas actitudes. Valga una de ellas, que hace años pude presenciar en un hotel de San Sebastián, con motivo de las deliberaciones de los premios nacionales de literatura, cuando sorprendí de modo ocasional el diálogo entre un jurado vasco y otro catalán, a quienes no conocía. Uno de ellos decía. "Qué lástima que el vascuence no sea una lengua románica. Si lo fuera, tú y yo nos entenderíamos sin tener que hablar en la lengua del imperio". Compacto aldeanismo, dislate especialmente paradójico en el jurado de un premio nacional.

Pero la misma expresión lengua del imperio es otra estupidez que el fascismo triunfante hizo transitar por Cataluña durante la primera posguerra, cuando la voceaban aquellos individuos con bigotito, vestidos de negro y calzando botas de montar, que se enseñorearon de Barcelona y que Carlos Barral evocó agudamente. ¿Qué pensaban por entonces del imperio los campesinos extremeños, murcianos y andaluces que luego emigrarían a Cataluña? Aquellos que podían pensar, porque se habían salvado de la cruel represión. Nada digamos de sus homónimos de la América devastada por la United Fruit Company. Lo de la condición imperial del castellano es, insisto, una estupidez que nada tiene que ver con la verdad de la historia, para la que el castellano fue una variedad de la gran coiné peninsular (con aportaciones navarras, aragonesas, riojanas y castellanas, y fuertemente vasconizada) que surgió en el valle del Ebro como instrumento de comunicación entre quienes ni hablaban vasco ni lo que con el tiempo sería el catalán. Coiné en su origen, lengua de todos y de nadie, no lengua de un Estado (eso sólo ocurriría mucho más tarde), y mayoritaria en España al concluir la Edad Media, su transplante americano la convirtió en otra coiné, en la gran len gua del mestizaje, multirracial y diversa. La estupidez sonaba anacrónica, extemporánea, obtusa, en aquel hotel de San Sebastián.

Era, sin embargo, un eco, a su vez, de aquel "canta en cristiano" con que salvajes mesetarios recibieron a algún miembro de la nova cançó en el Madrid de los años sesenta. Las hemerotecas documentan con creces las lindezas que debió soportar el cantante Serrat cuando en 1968 pretendió cantar en catalán la canción que representaría a España en el festival de Eurovisión. De aquellos polvos estos Iodos, los que haya. Puede afirmarse, desde luego, que sin la plena normalización del catalán la democracia española no estará definitivamente asentada. Tema recurrente el del catalán, sí. Para quienes frecuentamos la Universidad de los años sesenta, es especialmente chocante verlo otra vez planteado. Porque aquella resistencia a la dictadura, ingenua y valerosa, inocente y necesaria (sin ella el régimen hubiera podido perpetuarse o las cosas habrían sido más complicadas), se hizo con las canciones de Raimon y los versos de Espriu. En absoluto se trata de cultivar añoranzas gratuitas: el pasado es pasado y bien está así. Pero es eso, chocante, que metidos en la máquina del tiempo volvamos a lo que fue y está ya felizmente fenecido.

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En cambio, se habla menos de la política cultural de la Generalitat, que se basa en la identificación de lengua y cultura. Una identificación de buen cuño nacionalista: la única cultura catalana es la que se expresa en catalán. Esto sí es realmente alarmante. De este modo se da la paradoja de que los periódicos de más venta en Cataluña están escritos en castellano, que Barcelona es la principal ciudad editorial del mundo hispanohablante, pero la cultura catalana en castellano no existe a efectos oficiales. De este modo, escritores catalanes -sí- de la talla de Juan Marsé, los hermanos Goytisolo, Manuel Vázquez Montalbán o Eduardo Mendoza, por citar sólo algunos nombres, no existen en el discurso oficial. Así, no existen. Se les niega cuanto haya que negarles. La Barcelona de Marsé no es de Convergéncia (ni falta que le hace, diría el castizo), aunque sea un territorio perdurable para la novela en lengua castellana; como tampoco es convergente la ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza, que ha difundido por Europa la imagen de la ciudad con más brillantez que los jovencitos del Freedom for Catalonia. En El amante bilingüe trazó Juan Marsé una sátira despiadada de esta política cultural que acaba metiendo en el mismo saco a Ramon Llull y a la tramontana.

Hace un mes, en Segovia, con ocasión del encuentro entre escritores catalanes y castellanos, auspiciado por la Generalitat, le preguntaba yo a uno de mis amables anfitriones si Jaime Gil de Biedma hubiera sido invitado a participar en esas jornadas. Con criterios estrictamente lingüísticos, no. Visto desde fuera, desde esta atalaya madrileña, pero no madrileñista, el retroceso es evidente. Barcelona, que fue la capital de la cultura española en los años sesenta y comienzos de los setenta, corre el riesgo de convertirse en la sede de la cultura de la barretina.

Cataluña es bilingüe porque la historia la ha hecho así. Cataluña tiene todo el derecho a defender el catalán. Pero la cultura no es bilingüe: habla un solo lenguaje, que está por encima de la barretina y del queso manchego. Todo lo demás son campanadas de aldea.

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