Otra víctima del fracaso
LA EXPLOSIÓN de una mina segó ayer en Bosnia-Herzegovina la vida del capitán Fernando Álvarez Rodríguez. Su compañero el sargento Jorge Fernández Sánchez resultó gravemente herido. Son ya 11 los soldados españoles muertos en la misión humanitaria en Bosnia. En este caso, la lamentable pérdida de la vida de un compatriota cuando se dedicaba a la noble tarea de ayudar a gentes que no conoce en un país lejano no va pareja de la indignación que en casos anteriores ha causado la alevosía del ataque.La patrulla de cascos azules españoles inspeccionaba la presa de Solokovac sobre el río Neretva cuando su capitán pisó el artefacto explosivo. Los soldados se hallaban en territorio controlado por las fuerzas leales al Gobierno de Sarajevo, de mayoría musulmana. Da igual quién minó ésta u otras presas. También es irrelevante su procedencia. El capitán no era su objetivo. Fue su víctima accidental.
Y, sin embargo, esta muerte vuelve a plantear serias y muy legítimas interrogantes sobre la presencia de nuestras tropas en los Balcanes en una guerra cuya solución parece tan lejana como hace un año, según demostró la reunión entre los líderes de las partes contendientes y los mediadores internacionales celebrada esta semana en Ginebra. Ésta concluyó sin más resultados que un acuerdo sobre libre circulación para los convoyes humanitarios, cuyo cumplimiento parece tan improbable como el de decenas de compromisos firmados para ser violados.
Las sociedades de los países que ponen desde hace 15 meses las tropas en Bosnia para paliar algunas de las más graves consecuencias de la guerra, como la miseria, el hambre y la muerte de niños, ancianos y mujeres, saben que sus soldados están realizando una labor noble. Pero también tienen derecho a preguntarse cuánto tiempo deberán seguir pagando los costes -en parte también los económicos- de esta operación, que, aunque encomiable, no deja de ser sustitutoria de otras no realizadas contra las causas de la guerra.
Hoy, hasta el más iluso sabe ya que la comunidad internacional no está dispuesta a intervenir militarmente. Tampoco lo estaba cuando una operación selectiva contra las fuerzas serbias podía haber reinstaurado el principio, mantenido en Europa desde la caída del nazismo, de que la agresión militar a un Estado vecino, la violación de fronteras internacionalmente reconocidas y la matanza de civiles tienen un precio muy alto. Hoy, los agredidos de ayer se han convertido ya en agresores, animados por el éxito de los instigadores de Belgrado y la pasividad internacional; el entramado de convivencia interétnica ha sido destruido por la lógica del odio y el discurso de la supremacía racial; los propios bandos étnicos están ya en pleno fraccionamiento. Una operación militar exterior para reinstaurar, si no el respeto inmediato, sí una cierta fe en las leyes internacionales es ya inviable, incluso si alguien estuviera dispuesto a realizarla, lo que no es el caso.
David Owen amenazó esta semana con retirar los cascos azules de Bosnia para presionar al más débil y dependiente de la ayuda humanitaria al Gobierno bosnio. Owen parece ya menos mediador que gestor diplomático de los intereses serbios. El ministro español de Defensa, Julián García Vargas, ha anunciado que España también se plantea no renovar su contingente. El fin es el mismo. Debe quedar claro que los motivos no lo son. Si hemos abandonado toda intención de reimponer principios de legalidad en la región, debemos reconocerlo y actuar en consecuencia. Será doloroso. Este invierno, los compañeros del capitán aún salvarán las vidas que puedan. Pero no pueden ser indefinidamente, y a tan alto precio, la hoja de parra que oculta los fracasos de la diplomacia.
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