Agua barata allí donde más escasea
Los madrileños estamos mal acostumbrados. La afirmación vale en sentido genérico: somos una de las ciudades más ruidosas y más sucias del mundo, y eso es culpa nuestra, por escandalosos y escasamente cuidadosos con la urbe, tanto como por la desidia que nos hace convivir con todo ello sin quejamos en demasía.Pero es especialmente cierta en el caso del agua. Salvo en muy contadas ocasiones, y casi siempre por problemas de averías más que por escasez misma del líquido elemento, Madrid no ha conocido a lo largo de los últimos decenios restricciones de agua. Y no puede ser más tradicional la estampa de los barrenderos regando las calles con potentes chorros de agua con el fin de arrastrar hacia las alcantarillas los papeles y la suciedad con la que los madrileños solemos adornar tan profusamente nuestras calles.
Es más, en los últimos tiempos han proliferado los campos de golf, los céspedes a la inglesa y los jardines con ray-grass tan jugoso como no lo han pacido jamás las mejores vacas asturianas.
Es obvio que derrochamos agua por doquier. Como si nos sobrara. Cuando es notorio que en Madrid llueve poco y el agua escasea. Estamos, evidentemente, mal acostumbrados; y se lo debemos, oh paradoja, a la gestión siempre eficaz, casi desde principios de siglo, del Canal de Isabel II.
La situación no deja de tener su gracia: en Madrid malgastamos el agua como si nos sobrara. Y eso es algo que, hacemos los particulares tanto como los es tamentos oficiales, incluido el Ayuntamiento, que si gue plantan ' do en los parques extensas superficies de césped que luego debe regar profusamente durante casi todo el año.
Pero, con ser malo, hay algo peor aún: el agua en Madrid es más barata que en ninguna otra capital europea. Incluidas las ciudades en las que llueve el triple o más que aquí: que son casi todas... ¿Cabe desatino mayor?
Es comprensible que las autoridades actuales del Canal de Isabel II tiemblen ante la idea de subir los precios. En estos difíciles tiempos no parece, en efecto, una medida recomendable. Además, como hubo hasta el pasado mes de septiembre una notable sequía, se fomentó el ahorro del agua; por primera vez en su historia los madrileños tomaron conciencia de que el agua no era inacabable, y gracias a ello se ahorró entre un 15% y un 25% del consumo normal. Lo paradójico del caso es que, a causa de ese ahorro que él mismo propició, el Canal de Isabel II recaudó bastante menos de lo presupuestado.
Con todo, se han acometido nuevas obras con las que aportar agua a los madrileños por si acaso esto de la sequía se repite con mayor frecuencia de la deseada: todo el mundo parece caer del guindo ahora acerca de esta escasez del agua en Madrid, pero a los que ya peinamos canas nos resuenan aún los oídos con aquello tan franquista de la pertinaz sequía. Esas obras se financiarán, mal que bien, con los recursos de que dispone el Canal.
Todo ello merece aplauso, porque de buen gobernante es ser previsor, y de mejor gobernante aún serlo sin hacer que los ciudadanos nos rasquemos en exceso el bolsillo. Pero cabe una crítica, más académica que otra cosa: puesto que nos lo van a seguir poniendo fácil y barato, los madrileños volveremos fácilmente a las andadas -cuán presto se va el placer, ay- y olvidaremos las buenas resoluciones adoptadas durante los tiempos, por fortuna ya pasados, en que teníamos escasez.
Y no es eso. Porque Madrid no puede seguir malgastando tanta agua. En primer lugar, porque puede dejar de llover de nuevo (en realidad ya lo ha hecho, aunque es de suponer que no será para siempre); y sobre todo porque lo hace a costa de exprimir hasta la extenuación los recursos de muchas regiones próximas, y no tan próximas, que deben pagar su tributo a la siempre sedienta capital.
Está claro: el agua debe subir, y mucho, de precio. Y a la hora de anunciar esta subida no habría que ser maniqueos al emplear los porcentajes de aumento, que sonarían escandalosos, sino que debe considerarse la comparación pura y simple con el precio del agua en otras capitales mucho más lluviosas, e incluso con el precio de otros servicios quizá menos esenciales, pero infinitamente más caros. Como, por ejemplo, el dichoso. impuesto sobre las actividades económicas.
Además, este aumento del precio del agua, para no dañar la economía de los menos pudientes -que acabarían por ser también los que menos se lavaran-, no debería aplicarse a todo el consumo, sino sólo a aquel que sobrepasase un determinado nivel que se puede calcular como razonable en una vivienda normal. Por encima, y tanto más cuanto más por encima, el agua debe ir acercando su precio a lo que realmente cuesta en función de su escasez. Es decir, casi tanto como el whisky. Y no es broma; en algunas regiones del Estado de Nevada, en Estados Unidos, las bebidas alcohólicas más fuertes son tan caras... como el agua.
A lo mejor así vamos aprendiendo de verdad que esto no es Dinamarca, sino la estepa castellana. Idéntica a aquella por la que cabalgaba Mío Cid, al destierro con doce de los suyos y acompañado de polvo, sudor y hierro. ¿Por qué será que, unos cuantos siglos después, sigue siendo acertada tan antigua visión?
es meteorólogo.
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