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Papel y tinta

Antonio Muñoz Molina

Hasta hace menos de 20 años, la última hora de la noche tenía en las ciudades un olor a café, a tinta y a pan recién hecho. Café de los primeros bares abiertos, los que estaban cerca del mercado o de la estación; tinta perfumada del diario local, cuyos talleres estaban en alguna calle céntrica, en los sótanos de un edificio antiguo, aunque siempre no tan antiguo como la maquinaria que imprimía el periódico; pan comprado en el horno a unos panaderos enharinados e insomnes. Nos quedábamos estudiando hasta muy tarde, en esa noche previa al examen en la que deciden corregirse in extremis los estudiantes gandules, y hacia las cinco de la madrugada había un ansia de salir a la calle, una lucidez indeseada y seguramente falsa, y era el momento de peregrinar por la ciudad aún nocturna y vacía en busca de un bar donde nos dieran un café, de una panadería en la que estuvieran empezando a vender panes calientes y blancos o tortas con el azúcar todavía recién quemado sobre la corteza. Al olor magnífico del café, al aroma nutritivo del pan, sólo podía compararse el de los primeros ejemplares recién impresos del periódico, ya empaquetados y fajados y esperando la furgoneta del repartidor mientras las máquinas todavía funcionaban, con un ritmo de maquinaria antigua y noctámbula, de mecanismos y fuelles, la clase de mecanismo que uno podía atribuir a las máquinas fantásticas del siglo XIX.,El periódico era un don material de las mañanas, como el café el pan. En la vida de periodista literato bohemio que uno se inventaba para su futuro, el olor de los periódicos era tan necesario y tan lírico como el del tabaco o el de las mujeres: olor de tinta y de café, humo de cigarrillos, ruido multiplicado y veloz de máquinas de escribir, monotonía hidráulica de rotativas repitiendo un milagro semejante al de la multiplicación de los panes y los peces, el de la multiplicación de las palabras escritas para que lleguen evangélicamente a todas las manos, milagro que entonces nos parecía el más imposible de todos, especialmente cuando revisábamos nuestras tentativas solitarias de literatura y nos preguntábamos si alguna vez merecerían ser leídas por alguien.

Luego los periódicos dejaron de imprimirse y de hacerse en el centro de las ciudades, y de un año para otro también se extinguió en ellos el clamor de las máquinas de escribir: aunque no hubiéramos dejado de trasnochar, aunque el miedo y las obligaciones no nos hubieran arrebatado la costumbre de las caminatas a las tantas por la ciudad a oscuras, no habríamos podido encontrar ya el oasis de olor a tinta y de aire caliente que inauguraba el periódico en el frío invernal. En las redacciones de los periódicos, emigrados ahora a lejanos polígonos industriales, la modernidad difundía una luz halógena de laboratorio y ese rumor de plástico hueco y tarea aséptica de los teclados de los ordenadores.

Hubo entonces una nostalgia de las máquinas de escribir que se parecía mucho a la nostalgia de las estilográficas que había cultivado una generación anterior: la materialidad del oficio, su parte, mínima pero decisiva, de esfuerzo físico, el trato con las rudezas del teclado y con los matices y la presencia del papel, se perdieron tan para siempre como el roce de la estilográfica sobre la hoja blanca, aquel hilo de tinta y de caligrafia que brotaban delante de los ojos como el flujo de un sueño en las noches desesperadas y batalladoras en las que escenificaba uno para sí mismo su vocación de escritor, aprendiendo, entre otras cosas, que escribir y leer son hechos abstractos y físicos al mismo tiempo: el dominio de la sintaxis no es más relevante a veces que el de la mecanografía, y el gusto de leer un artículo resulta inseparable de la tipografia y del olor peculiar de nuestro periódico de siempre.

Ahora dicen que en el plazo de no muchos años, los periódicos impresos en papel llegarán a extinguirse, y por lo pronto es cierto que en Estados Unidos la revista Time publica una edición electrónica que llega directamente a las pantallas de ordenador de sus suscriptores: no percibiremos ese intenso olor que ahora nos llega desde los quioscos tan deliciosa e invitadoramente en el aire aún no usado de las mañanas, y ya no tendremos pretexto para salir a la calle sin más motivo que el de comprar el periódico ni para concedernos ese café indolente en una cafetería sin demasiado público a lo largo del cual celebramos confortablemente la travesía diaria por las barbaridades y las minucias del mundo.

Pero yo me niego a complacerme con sentimentalismo prematuro en la nostalgia del papel: en los periódicos intangibles del porvenir habrá otros placeres y sensaciones ahora ocultos, otras costumbres a las que será necesario adherirse, y que ahora no sabemos imaginar. Nadie nos vaticinó en los tiempos de caminatas nocturnas y de olor a periódico y a pan en los amaneceres que descubriríamos, andando los años, un reino de la literatura entonces imposible, sin tecleo de máquina de escribir ni humo de tabaco, sin manchas de tinta en los dedos ni delirios de alcohol. Igual que otros añoran las estilográficas y los veladores de mármol, o las borracheras obtusas y brutales de la generación perdida, es posible que yo añore alguna vez este silencio limpio en el que escribo ahora, las letras blancas, el fondo azul oscuro y luminoso de la pantalla de mi ordenador, que ya me conmueve mucho más que una hoja de papel en blanco.

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