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Ultramarinos y coloniales

Las tiendas de "ultramarinos y coloniales" ponían con su obsoleta denominación un toque de aventura y exotismo en el doméstico y cotidiano zoco comercial de la ciudad. Aroma de especias y salazones, rastro olfativo de imperios fenecidos y de arduas navegaciones. Daban carácter las barricas de arenques en la puerta y el bacalao de los mares nórdicos embalsamado sobre el mostrador, trofeo zoológico rescatado de las profundidades por esforzados pescadores, monstruo salado que pellizcaban los niños a hurtadillas, mientras el tendero trataba de engatusar a la clientela adulta con sus tentadoras ofertas. Algunos tenderos, según sus parroquianas, tenían alma de pirata; parapetados tras la borda del mostrador, desenvainaban con facilidad el lápiz de la oreja para sumar fantásticas cantidades sobre el papel de estraza, y de la conjunción de sus cifras cabalísticas surgían siempre cantidades superiores a las que minuciosamente habían calculado sus clientes. Hoy filibusteros, al presentar la cuenta, y mañana santos varones que estiraban el crédito cuando llegaban los escollos del fin de mes, apuntalando la precaria economía de las amas de casa, con sus afilados lápices orejeros que anotaban los débitos en sus libretas de hule.Detallistas por oficio y arte, los tenderos siempre eran proclives al diminutivo, Juanito, Paquito o Jesusin, incluso cuando peinaban canas o lucían calva. Los tenderos hacían aflorar los primeros rubores en las niñas del barrio con sus precoces requiebros. Las niñas de hoy -pensaban los tenderos- serán las clientas de mañana, y repartían galletas, caramelos y rodajas de embutido entre la parroquia infantil, sin distinción de sexos, para que no interrumpieran con sus rabietas o sus travesuras a sus madres durante el ritual de la compra. Presa rara, pero fácil y fructífera, eran los ocasionales compradores varones, su falta de pericia en el trato y su interés por guardar las apariencias eran los puntos débiles que el audaz comerciante explotaba hasta hacerles abandonar su comercio aligerados de bolsillo y cargados de bolsas repletas de mercancías superfluas y no deseadas.

Lo de ultramarinos y coloniales no era más que un reclamo, el grueso de su oferta eran productos de la tierra, judías del Barco y garbanzos de Fuentesaúco, chorizos de Cantimpalos y salchichones de Vic, conservas, aceites, harina, azúcar y tabletas de chocolate. Don Benito Pérez Galdós pagó con el insidioso mote de "el garbancero" su fascinación por el pequeño comercio madrileño que tan prolija y magistralmente retrató en algunas de sus mejores novelas. Don Benito se detenía a las puertas de los ultramarinos de la Corredera y no se recataba de elogiar sus humildes y prosaicos tesoros. "El Escudo de Santander" es el título que conserva hoy orgullosamente uno de los escasos colmados supervivientes a la degradación del barrio y a los nuevos usos comerciales de los supermercados y las franquicias.

En la Corredera Alta de San Pablo las sastrerías y las pescaderías se convirtieron en pubs: el Pentagrama, el King Creole y el Malandro; en la frontera de Malasaña, bares modernos conviven con mercerías ancladas en el tiempo, que exhiben tras sus cristales polvorientos anticuadas fajas ortopédicas, braguitas de canalé, calcetines de perlé y satinadas combinaciones jurásicas. Poco a poco se van rindiendo almacenes de tejidos, relojerías y cacharrerías.

Picotear de tienda en tienda y de puesto en puesto es ritual más entretenido y enriquecedor que entrar a saco para abastecerse en un solo supermercado, lugar que no se presta al corrillo y a la tertulia, intercambio de información vecinal, red subterránea de comunicación que preveía de chismes y sucesos a todos los hogares del barrio.

"Se traspasa", "Se vende", "Se liquida". Las dos correderas, Alta y Baja de San Pablo, se duelen de estos agujeros negros que día tras día horadan los bajos de sus edificios. Hay quien afronta la crisis con sentido del humor: Farmacia de Guardia se llama un mesón especializado en comidas económicas. Un poco más abajo la comida es gratis, la reparte desde hace siglos la Santa Hermandad del Refugio, junto a la iglesia de San Antonio, que fuera San Antonio de los Portugueses y luego San Antonio de los Alemanes, por atender peregrinos de esas nacionalidades. Hoy, San Antonio se ha internacionalizado a juzgar por la clientela y podría ser San Antonio de los Latinoamericanos y los Africanos.

La iglesia de San Antonio guarda en su interior magníficas pinturas que se atribuyen a Lucas Jordán, al que llamaban "Giordano fa presto" por la diligencia que mostraba cumpliendo sus encargos. Este recinto de santidad y buenas obras limita por todas partes con el pecado, su trasera se asoma a la calle de la Ballesta y su fachada principal cubre la encrucijada de la Puebla, el Pez y la Corredera Baja. El cine Cervantes ofrece un contundente programa doble: Lujuria en el Orient Express y Anita dos, "el primer porno duro doblado en español", los placeres de la carne, esta vez a la brasa, se publicitan con su aroma en un asador argentino colindante.

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El último tramo de la Corredera, más que Venecia parece Sarajevo por el cascote acumulado y las fachadas ciegas. Una tienda de confección celebra contra viento y marea su quincuagésimo aniversario con heroicas liquidaciones. Aún pueden comprarse en esta zona de la Corredera los mejores jamones, quesos y embutidos de Madrid, un buen besugo, una camiseta de felpa o un legítimo whisky escocés casi a mitad de precio; aún puede tomarse un buen café, unas bravas o una ración de gambas a la plancha. Aún, pero quizás no por mucho tiempo. Lejos de Dios y muy cerca de la Gran Vía, estas amenazas son un bocado selecto para depredadores pacientes que aguardan su definitiva ruina dispuestos a arramblar con el botín. El barrio de Galdós y de Paloma, mi barrio, un barrio con "una mala salud de hierro", herrumbroso y ceniciento, enfermo crónico que verá pasar los cadáveres de sus enemigos asomado a sus balcones, donde entre el humo y el hollín siguen floreciendo los geranios.

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