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Reportaje:

El arte visto por sus guardianes

Los ordenanzas de los museos madrileños eligen sus piezas predilectas

Francisco Peregil

Antes de trabajar en el Museo Romántico, María José Moreno, ordenanza de 26 años, decía que le habría encantado vivir en pleno romanticismo. Se imaginaba la típica casa del siglo XIX a lo Sissí emperatriz, trajes ampulosos bajando escaleras enormes, chiquichiqui, rozando el suelo, todos los objetos predispuestos para presenciar miriñaques, reverencias y un eterno y preciosista etcétera.En sólo dos años se ha desilusionado. Ni le gustan esos cuadros del tamaño de una mano femenina que ellas les regalaban a ellos, cuadros con cabellos entrelazados en forma de flor, ni le atrae tanto detallito en cada rincón, ni le gusta el retrete de Fernando VII, con copas de licores al lado, ni las pistolas con que se suicidó José María de Larra, el despechado, ni la estrella oficial del museo: un cuadro de Goya colgado en el oratorio. Y para ser sincera, tampoco le agrada el siglo XIX español. "Lo de las guerras carlistas y las de África, la abolición de la ley sálica, la pérdida de las conquistas españolas..., la verdad es que no me gusta mucho".

A ella le encanta, "aunque es muy hortera", pero le encanta, un cuadro con una torre, y en lo alto de ella un reloj, y detrás del reloj una caja de música, de forma que cuando no está averiado el cuadro, desprende una melodía que impregna de tristeza la sala; sala desde donde se ve un patio sin camelias, pero con otras especies naturales igual de deprimentes y desarboladas: un sauce llorón y un magnolio de 170 años que se eleva por encima de los tres pisos y regala al mundo una flor blanca ideal para perfumar la ropa interior femenina, a tenor de lo que alguna visitante aconseja.

"Tampoco me gustan esas mujeres regordetas, pálidas", ella es de tez morena, "que bebían vinagre para palidecer más. Te enseñaban la manera de comer, de coger las cosas, de bailar... Todo era fingir, aparte de que el romanticismo sólo se dio en la clase burguesa. Me he fijado mucho en los cuadros. Yo sería incapaz de poner esas caras tan melancólicas y tristes, me partiría de risa mirando al pintor".

Entierro del pajarito

Pero para ella lo mejor de toda la casa del siglo XIX, es, sin duda, la mesa. Del salón, la mesa oscura. El salón era la sala donde la supuesta familia del XIX recibía a las visitas, alrededor del brasero, la tía, la prima, la nuera, entre cuadros familiares donde se aprecia el sepelio -más romántico casi imposible- de un pajarito enterrado por niños, mientras que el cabeza de: familia agilizaba negocios parapetado tras su mesa, un mueble, por cierto, con columnas estilo imperio, le parece a ella, y propio de negociante marrullero: numerosos cajones a la vista, y otros secretos, en los flancos, para esconder hasta un cadáver si se tercia.

Algo parecido a lo que sucede con María José en el Romántico le pasa a su compañero José Ramón Pérez Villalta, de 43 años, ordenanza del Museo de Reproducciones Artísticas. Ni le gusta el Nilo con sus afluentes, ni la Venus de Milo, ni el Moisés de Miguel Ángel, ni nada. ¿Y por qué? Porque son reproducciones. A una colega suya que trabaja en el mismo turno le encanta el Nilo, obra ante la que se extasían los chiquillos: un gigantón recostado y rodeado de niños pequeños que son sus afluentes.

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Pero el caso de José Ramón es distinto. Está hastiado de mirar todos los días las mismas obras, que para colmo son reproducciones. únicamente la Victoria de Samotracia le dice algo, pero porque su profesora de cuarto de bachillerato y la foto del libro de texto aún perduran en su memoria, no por otra cosa. Bueno, y la Dama de Elche también, pero porque su padre, que era maestro, insistió mucho en que la viera cuando él andaba en pantalones cortos.

Los años en que pasó por el Arqueológico y los que lleva en el de Reproducciones lo han convertido en un ser escéptico. Le cuesta pensar que la Victoria, esa mujer con el velo jugueteando entre sus piernas, fuera un mascarón de proa. "Otros estudiosos vienen aquí y dicen que la escultura presidía un templo..., psss. No son más que suposiciones; en el fondo la vida es eso, suposiciones: crees en una cosa hasta que algo te hace creer en otra cosa".

Por el contrario, Pilar Sainz, misionera comboniana de 49 años, está enamorada de las piezas que muestra en el Museo Africano. Claro que ella no es ordenanza, sino guía, y no tiene que pasarse siete horas al día delante de las cruces etíopes, las estatuas de anciana de madera de ébano y las decenas de objetos musicales. Sus objetos predilectos son dos máscaras: una con los ojos muy grandes y otra fabricada sobre el caparazón de una tortuga. "Yo he convivido con estas tribus y sé la importancia que para ellos tienen esos objetos. Sus muertos no se van, viven con ellos, y los recuerdan en la danza". Por eso, lo que más le atrae de la máscara es precisamente lo que repele a otras personas: el olor; exhalan el sudor del indígena en plena danza, en comunicación con sus antepasados, y ese aroma no es más que la síntesis de vida y muerte colgada en una pared.

Ahora, que para síntesis de vida la que pululaba por los madriles de hace 100 años. A Justo Hernández, de 61 años, lo que verdaderamente le atrae y no se cansa de hacerlo es perderse entre las callejuelas, el río, las arboledas y las iglesias que había en Madrid hace un siglo. Para ello dispone de una maqueta enorme en el Museo Municipal. "¿Cuánto mide, hombre?... Si tengo que tener el papel aquí en la cartera. A ver, a ver, ¡míralo, aquí está! Mide 5,53 por 3,80 metros". Pues eso, más de 15 metros cuadrados para perderse en el siglo XIX. Pero Justo no se pierde. "Yo me pongo aquí", y se sitúa como un buen mariscal ante la maqueta del campo de batalla, "donde el río, y pierdo las horas. Ahí delante la Casa de Campo, con los tendederos donde la gente tendía la ropa al lavar en el río. En donde está la confluencia de lo que hoy sería Serrano con Alcalá se ve la antigua plaza de toros. Hasta 1929 no se construyó la de Las Ventas".

Brígida Sánchez, de 50 años, entre todas las momias egipcias, los templos y las piedras ancestrales del Arqueológico, se queda con las piedrecitas del paleolítico. "Sí, porque éste es el comienzo de la vida. Tiene un valor incalculable que no nos paramos a pensar. Porque después están todas las tumbas, unas mejores, otras peores, y como decía mi madre, tanto tienes, tanto vales, pero con estas piedrecitas ellos mataban, y mataban para sobrevivir, no para negociar. ¡Qué cantos, qué cantos!".

La telefonista del Museo del Ejército, María Antonia Vargas, de 37 años, elige el cuadro de la Batalla de los Castillejos, con caballos destrozados, sables ensangrentados y escopetas amenazantes. Más que nada lo hace por el significado del cuadro. Ella cuenta que en el siglo XIX las tropas que mandaba en Ceuta el general Prim no superaban las 9.000 personas, mientras que los 11 moros" eran 20.000. "De repente, el general cogió la bandera española y les dijo a todos: 'Esas mochilas que lleváis en la espalda son vuestras y podéis abandonarlas, pero la bandera española, no'. Se adelantó sobre la tropa y ganaron la batalla".

La guía del museo, Soledad Barroso, de 29 años, prefiere, sin embargo, los objetos de perdedores. Antes que la Tizona, espada del Cid Campeador, o antes que el cañón que sacaron los madrileños de la Real Armería para combatir a los franceses, se queda con la espada jineta de Boabdil, el último musulmán que reinó en España. Los Reyes Católicos se la dieron al capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, el gran capitán, por vencerle en la batalla de Alucena.

Sólo hay 10 espadas jinetas en el mundo, y una de ellas la va a coger Soledad Barroso para hacerse la foto del reportaje. Un coronel del museo se vale de un destornillador para aflojar un tomillo de la vitrina que no se abre desde hace años, le da unos guantes a ella, y Soledad no puede reprimir la emoción: en sus manos sostiene la misma espada que, colgada a la espalda, cabalgaba con Boabdil, la empuñadura de marfil, repujada en plata con estrellas de ocho puntas y esmaltes de cloisoné, las alabanzas a Alá incrustadas en el metal, todo el legado de un guerrero, a la vista de quien quiera verla. "¡Qué ilusión, coronel!", dice, "tenerla en mis manos".

El más bohemio

Quien lo busca, no lo encuentra y quien lo encuentra, no lo busca. El Museo de Reproducciones Artísticas, que se emplaza donde antes estaba el Contemporáneo, en la Ciudad Universitaria, ahora se encuentra bajo el epígrafe de Museo Antropológico, aunque las piezas de este último aún no se han abierto al público. Así que muchos extranjeros acuden en busca de los cuadros de Miró que ahora reposan en el Reina Sofía y se encuentran con escayolas del Moisés de Miguel Ángel. Y muy pocos, la mayoría estudiantes de Bellas Artes que dibujan copias de las esculturas, acuden sin titubear a la sede del Museo de Reproducciones. Porque enterarse de su ubicación no es tarea fácil."Éste es el único museo nacional en Madrid", se queja la directora del centro, María José Almagro, "que no aparece ni en las guías de teléfono, ni tiene sede si nada, porque antes estábamos en la Casa de América y dentro de poco nos van a echar de aquí también".

Ella es la directora del museo más bohemio, pero no es la única en quejarse. Los responsables del Museo del Ejército creen que las visitas se han reducido de forma impresionante desde que el Ministerio de Cultura anunció hace varios meses que sería obligatorio en breve pagar para entrar en los museos.

Municipal. Fuencarral, 78. Martes a viernes de 9.30 a 20.00. Sábados y domingos, de 10.00 a 14.00 (teléfono 522 57 32). Africano. Arturo Soria, 101. Domingos a las 11.30 y jueves a las 18.30, pases de una hora con guía (teléfono 415 24 12). Romántico. San Mateo 13. De martes a sábado, de 9.00 a 14.45. Domingos y festivos, de 10.00 a 14.45 (teléfono 448 10 7 l). Reproducciones Artísticas. Avenida de Juan de Herrera, 2. De martes a sábado, de 10.00 a 18.00, de forma ininterrumpida (teléfono 544 62 79). Museo del Ejército, Méndez Núñez, 1. De 10.00 a 14.00, todos los días menos los lunes (teléfono 552 06 28). Arqueológico. Serrano, 13. De martes a sábado, 9.30 a. 20.30; y domingos, de 9.30 a 14.30 (teléfono 577 79 12). Precio: todo gratis.

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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