El espectáculo de la verdad
Los amigos mueren; y el periódico me pide que hable de ellos. No hay nada más doloroso: porque el corazón está petrificado, el cerebro atónito; y en un punto del cuerpo, tenemos la impresión de que alguien, quién sabe por qué razón, nos ha amputado una pierna o un brazo. Aunque Federico Fellini fuera el italiano más famoso del mundo, aunque cada hora decenas de periodistas y fotógrafos escucharan sus palabras y espiaran su imagen, aunque le rodeara el halo venerable y confidencial del mito, eran poquísimas las personas que realmente lo conocían.No era un mentiroso, no era un gran charlatán, no era un formidable histrión. Durante toda la vida vivió en el cine y con el cine, y amaba con locura la dimensión del espectáculo. Sabía que la vida no es mucho más: un aéreo y penoso espectáculo, una representación en la que los hombres colaboran con las ilusiones. Él mismo formaba parte del espectáculo; y, por tanto, tenía que imaginar, inventar, contar historias, sorprender, alguna vez que otra mentir, como, decía Hesíodo, hacen siempre los poetas.
En realidad, Fellini era uno de los poquísimos hombres que dice la verdad, suponiendo que esta palabra tenga sentido. Cuando terminaba su espectáculo público, sólo le he oído pronunciar observaciones justas, exactas, precisas. No crueles: porque su mundo era luminoso, tierno y difuminado, y no consentía la violencia del bisturí, la crueldad del desgarro.
Tenía una relación confidencial con el propio inconsciente. Vivía dentro de él tranquilo, como el niño dentro de su bañera con agua caliente. No tenía el ojo perverso, sublimemente dirigido hacia el propio abismo, típico de la persona visionaria o delirante. No estaba nunca poseído por el inconsciente, como el medium. Era un hombre adulto: sin padre, sin madre, sin protección de los dioses; y viviendo aquí, a diario, trataba de conocer con la fantasía todo lo posible del reino inmenso de la noche, tratando de recoger todos los tesoros, los monstruos y las fantasmagorías que lo habitan. Era tan afable, tan amable, tan plácido, que convencía incluso a los monstruos más tremendos de la noche a abandonar toda fuerza oscura y, tremenda, como si su mano sin nervios les hubiera acariciado, amaestrado y aplacado. Un hombre tal no podía ser rígido. Rígido es quien resiste con terquedad y tenacidad a su propio inconsciente, para que éste, al golpearse con estas resistencias, se refuerce, se haga más intenso, más profundo, se resquebraje, y, a continuación, salga a la luz, destruyendo todo tipo de obstáculo consciente. Fellini no oponía resistencia a nada: estaba hecho de curvas, y se doblaba para recoger toda la vida, externa e interna, que le llegaba. Si se proponía una meta, no se empecinaba: daba la impresión de ignorarla y de estar pensando en otra cosa; y, mientras, tanto, daba vueltas a su alrededor, en círculos cada vez más estrechos, que cada vez se acercaban más al centro. Pero no hay que creer demasiado en esta dulzura y mansedumbre. Hacía sólo lo que quería, y nadie podía imponerle algo que fuera en contra de su naturaleza profunda.
Era un gran diletante. Alguna vez he llegado a pensar que llegó a ser director de cine por casualidad. Habría podido llegar a ser escritor, crítico literario, pintor, explorador, psicólogo, embaucador de masas, un divino mundano. Él -repetía- era un hombre de espectáculo; y nada más. Aunque el cine era, en lo profundo, una casa que no le pertenecía, la había adoptado totalmente, sin reservas ni medias tintas; y vivía entre las avenidas de Cinecittà, como si viviera en el secreto de su propia casa. Lo vi por última vez en Cinecittá, cuando estaba preparando un anuncio televisivo para un banco.
Después Regó este año de desgracias. No soportaba vivir una vida disminuida: en la cama, en la silla de ruedas, dependiendo de los cuidados de los demás. Conocía sólo una existencia total: que comprendía tanto lo visible como. lo invisible, en donde se aventuraba con el mismo valor. Pero la verdadera razón de su muerte es más lejana. Tenía en la cabeza mil proyectos de películas. Y, sin embargo, desde hace muchos años no hacía películas. Aunque evitaba hablar sobre esto, esta privación, la ausencia del Espectáculo, la lejanía de Cinecittá o de cualquier estudio en el mundo, le hacían sufrir, le obsesionaban, le torturaban, le inclinaba poco a poco hacia la muerte.
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