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Un caballero malvado

Tenía 82 años, era alto, elegante, una voz inconfundible, y un innegable sentido del humor. Vincent Price había debutado como actor teatral; no empezó a rodar cine hasta 1938. Un año después, en Isabel y Essex, se encuentra ya con una de las características de su carrera: los trajes de época. Price, en la pantalla, ha vivido en todas las cortes reales, imaginarias o no, reconstruidas en plató. En 1943, con La canción de Bernardette, su talento para el mal estuvo a punto de extraviarse en la hagiografía de la santa milagrosa, pero Laura, de Preminger, y Dragonwyck, de Mankiewicz, recondujeron su imagen hacia el terreno de la inquietante ambigüedad sexual y moral o la apoteosis del romanticismo. En Los tres mosqueteros (1949) volvió a sacar partido dé su elegancia natural y de esa cara que, para los directores de Hollywood, era la que mejor expresaba lo que se siente cuando se atraviesa al enemigo con el florete.El encuentro de Price con Roger Corman va a ser determinante. Hasta ese momento, Price era un amateur del mal, un sádico esporádico. Con Corman se confirma una vocación y se profesionaliza. De la mano de Edgar Allan Poe, el cineasta más rápido del mundo va a dirigir una serie de pequeñas películas impregnadas de decadentismo gótico-romántico. La caída de la casa Usher, El péndulo de la muerte, Cuentos de terror, El cuervo, La tumba de Ligera, son algunos de los títulos surgidos del hermanamiento Poe-Corman-Price.

Humor

El actor domina tanto en la Florencia renacentista como en desolados y pictóricos paisajes medievales. El suelo por el que pisa en casi todas esas cintas es reluciente y liso, y permite unos suntuosos movimientos de cámara y rodar en largas tomas que favorecen las exigencias presupuestarias de la serie. Su simple aparición -la de Price, claro- comporta peligro y maldad, así como un sorprendente sentido del humor. Ese último aspecto es el que, ya entrados los 70, va a explotarse de manera sistemática en las andanzas del Dr. Phibes, otra creación, un veterano criminal de aire aristocrático y con amplios conocimientos científicos puestos al servicio de insólitas maneras de matar.

La condición de cinéfilo, en lo que tiene de mitomanía de la vida vicaria, comporta bastantes gramos de sadismo y, por tanto, una inevitable simpatía por las creaciones de Price. Sin embargo, a pesar del tono de desenfadado juego con que éste abordaba sus papeles y su reclusión en el área del mal, no estoy muy convencido de que el propio Price estuviese tan contento con su especialización.

Sus primeras películas dejan ver a un amateur en el doble sentido de la palabra, es decir, también en su connotación positiva, de amante enamorado. En su caso, la profesionalización y la sabiduría iba acompañada de una buena dosis de cinismo sobre el cine, las películas y sus admiradores. En cualquier caso, no nos consta que nunca les tratase como lo hubiese hecho el Dr. Phibes.

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