El toro de Auckland
La mansión fue diseñada a propósito para albergar en ella la colección de arte de los propietarios y desde todos sus rincones se divisa la bahía alborotada de islas, las olas espumosas y las playas amarillas, las verdes colinas y las casitas multicolores de Auckland, una ciudad espectáculo. La señora Gibbs habla del arte maorí y de las máscaras africanas que sobresaltan las paredes. Yo finjo escucharla, pero mi atención se concentra en la pieza maestra del lugar, que es el dueño de casa: el empresario neozelandés Alan Gibbs.Basta verlo para pensar en una fuerza de la naturaleza, en un toro de lidia que se lleva de encuentro lo que se le pone de lante. Oigo hablar de él en todas partes - elogios desmesurados y feroces diatribas- y esta misma mañana he leído en el New Zealand Herald un artículo sobre la vida de Gibbs que me ha abierto el apetito. Él y su mujer fueron militantes marxistas, de jóvenes. Cuando la rigidez del modelo soviético los de sencantó, viajaron a Belgrado, esperanzados con el modelo yugoeslavo. Cuando descubrieron que tampoco esta variante del socialismo funcionaba, Alan Gibbs se resignó a ser millonario. Lo consiguió en pocos años, gracias a su ímpetu ciclónico y a esa variante degradada del capitalismo, el mercantilismo, que imperó en Nueva Zelanda hasta 1984 con más fuerza que en ninguna otra sociedad desarrollada, y que él aprovechó mejor que nadie para obtener concesiones y privilegios por parte del Estado. Defensor a machamartillo del mercado y del modelo liberal, ahora cita su propio caso, sin el menor empacho, para mostrar lo injusto y discriminatorio de una economía intervenida, que permite a los burócratas -en vez de los consumidores- decidir el éxito o el fracaso de las empresas.
Cuando, en 1984, luego de triunfar en las elecciones, el Partido Laborista neozelandés inició -¡parece mentira!- una liberación de la economía más radical aún que la que intentó Margaret Thatcher en Gran Bretaña o que la que se ha llevado a cabo en Chile, Alan Gibbs colaboró muy de cerca con Roger Douglas, el extraordinario
ministro de Finanzas arquitecto de aquella revolución pacífica, y luego, con el gobierno del Partido Nacional, que profundizó las reformas que han hecho de este país del fin del mundo, de sólo tres millones de habitantes, la sociedad más abierta del planeta. El precio fue muy alto. Quebraron decenas de empresas anestesiadas por la protección y el paro creció: aumentaron los contrastes sociales y la inseguridad de unos ciudadanos a los que el Estado benefactor hacía sentirse amparados "de la cuna al ataúd".
Hubo protestas nacionalistas contra una internacionalización que enfeudaría la economía neozelandesa a las trasnacionales y que destruiría la "identidad cultural" del país.
En esta dificilísima etapa, de transición de Nueva Zelanda hacia la libertad económica, uno de los defensores más resueltos de las reformas fue Alan Gibbs. Asesoró a los distintos gobiernos en el saneamiento de las empresas públicas que precedió a su privatización, estuvo en todos los debates y organizó campañas para convencer a sus compatriotas de que sólo una transformación tan radical hacia el mercado libre como la que se llevaba a cabo allí, podía evitar el empobrecimiento y la decadencia que espera en esta época- a toda sociedad que se empeña en vivir ensimismada dentro de sus fronteras y en prácticas populistas.
Hasta ahora, los neozelandeses le han creído, votando a favor de estas reformas y resistiendo el huracán que trae consigo, siempre, devolver a la sociedad civil la responsabilidad de la creación de la riqueza, en un país donde los tentáculos del Estado habían confiscado ese derecho a los ciudadanos y lo regulaban todo. ¿Seguirán haciéndolo en las elecciones del 6 de noviembre, o devolverán al poder a un Partido Laborista que se desdice de lo que hizo entre 1984 y 1990 y propone ahora un quimérico retorno a la socialdemocracia?
Si primara la razón -pero eso no está garantizado en política ni en nada- deberían hacerlo. Nueva Zelanda recoge ya los frutos de varios años de sacrificios. Ha derrotado a la inflación y tiene un Banco Central totalmente independiente, a salvo de presiones políticas, encargado de velar por la estabilidad monetaria. Las inversiones extranjeras se multiplican y han surgido, en reemplazo de las desaparecidas, muchas nuevas empresas, pero ahora modernas y competitivas, orientadas a la exportación y motores de un crecimiento económico que este ano superará el 4%. El debate intelectual es uno de los más avanzados que yo conozco, pues se desinteresa del pasado y gira en torno a audaces propuestas para la sociedad futura, como la de Roger Douglas, quien, en su último libro, Unfinished business, propone la privatización total de la enseñanza y de la salud, luego de demostrar que el Estado benefactor, en lugar de redistribuir la riqueza en favor de los pobres, perjudica a éstos y privilegia a los sectores con más influencia política, que son las clases medias. Todo esto debería tener muy contento a Alan Gibbs. Pero, ante mi sorpresa, el toro de Auckland se muestra más bien muy pesimista. Es uno de esos hombres que sólo saben tener oyentes, no interlocutores, de modo que, luego de dos o tres intentos para hacerlo hablar de su país, que es lo que me interesa, no me queda otro remedio que callarme y oírlo perorar sobre el mundo, único escenario ' se diría, donde no se siente asfixiado. Según él, las grandes democracias occidentales se deslizan por un declive de decadencia sin retorno. Porque han creado un monstruo -el Estado benefactor- que las aplastará. La idea de redistribuir la riqueza, quitándosela a los ricos para dársela a los pobres, conjugaba muy bien con una vieja tradición romántica, con el idealismo igualitarista del cristianismo primitivo, y era también, una transacción con el socialismo estatista que parecía preservar la libertad.
¿Qué ha resultado de todo eso? No que desaparezca la pobreza, sino un sistema en el que cada día hay menos incentivos para producir riqueza y, por consiguiente, más y más personas que deben tomar bajo su protección unos servicios públicos que crecen cancerosamente. Los nobles fines se transformaron en medios y viceversa. El seguro de paro, creado con la altruista intención de aliviar la suerte del trabajador que perdía el empleo, es hoy una fuente de desempleo, así como el seguro médico propicia una cultura de la enfermedad en vez de garantizar la salud de la ciudadanía. La piedra de toque del welfare state es su inevitable vocación
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El toro de Auckland
Viene de la página anteriorestatista y colectivista, que genera psicologías pasivas y una abdicación de la responsabilidad personal, ante el Estado, en cuyas manos pone el individuo la obligación de educarlo, curarlo, transportarlo, darle trabajo, pensionarlo y enterrarlo. De este modo, Occidente ha ido destruyendo aquello a lo que, precisamente, debe su grandeza: el individuo soberano, la iniciativa de cada cual para responder de manera creativa a las necesidades, el espíritu de empresa.
El Estado benefactor es una trampa diabólica, pues, aunque desde el punto de vista económico es insostenible, políticamente resulta irreversible. No hay manera de que una democracia avanzada desmonte semejante obra de ingeniería social, a cuya sombra se arriman tal número de intereses particulares. Cualquier Gobierno o partido que se lo propusiera, se vería de inmediato en la orfandad electoral más lastimosa. Pero, de otro lado, para seguir manteniendo a ese Golam proliferante, las democracias occidentales deben dedicarle cada vez más recursos, es decir, cobrar cada vez más impuestos y por lo tanto condenar a sus empresas a ser cada día menos competitivas en unos mercados internacionales y una economía planetaria donde hay cada vez nuevos empresarios exentos de esas trabas y por lo tanto capaces de producir mejor y más barato.
El espíritu emprendedor y creativo del capitalismo no hay que buscarlo ahora en Europa, ni siquiera en Estados Unidos, que ha comenzado a seguir también el mal ejemplo europeo, sino en países como Japón, Singapur, Taiwan, Indonesia, o en China Popular, donde, me asegura Gibbs, un empresario como él se siente de veras estimulado a invertir y trabajar. Interrumpiéndolo casi a gritos, alcanzo a preguntarle si no le incomoda el que ese régimen de Pekín que proporciona tanto confort a los capitalistas sea, al mismo tiempo, una dictadura totalitaria que ocupa el Tíbet y tiene las cárceles repletas de disidentes. Él me asegura que la libertad económica irá desbaratando poco a poco la rigidez política de China Popular, hasta democratizar al régimen. ¿No ha ocurrido así en Chile? ¿No fue el desarrollo económico el que desplazó a Pinochet e instauró la democracia? Por lo demás, los dirigentes chinos ya sólo son comunistas para consumo interno. El, cada vez que va allá, a discutir con ellos, sólo los oye hablar de las cotizaciones de la Bolsa, de inversiones, de la evolución de los mercados, ni más ni menos que a los ejecutivos de Wall Street. ¡Oyéndolos, le parece estar escuchando a esos capitalistas puros y duros de los tiempos heroicos!
Como mi diálogo -es un decir- con Alan Gibbs se interrumpió en este momento, en razón de una cena de muchas personas, no pude responderle ya lo que hubiera querido: que sus tesis e ideas me parecen contradecir, en su entraña misma, esa filosofia liberal que él dice profesar y por la que, además, tanto ha hecho en Nueva Zelanda. Simplemente, no es verdad que la libertad sea divisible y que sea lícito establecer jerarquías entre una libertad económica prioritaria, que puede servir de locomotora a la otra, la libertad política, la que haría las veces de un furgón de cola, de un premio tardío a los países que hacen suya la opción del mercado. La una sin la otra son tuertas, cojas y mancas y tan frágiles que al primer tropezón se quiebran y desaparecen.
Una dictadura no está en condiciones de garantizar aquello sin lo cual una economía de mercado es siempre precaria: la legalidad, unas reglas de juego claras y equitativas que aseguran la libre competencia y el cumplimiento de los contratos. Una justicia independiente y eficaz es inconcebible en una sociedad donde impera un Gobierno político arbitrario y donde los individuos carecen, por lo tanto, de amparo frente a los atropellos del poder. Es por eso que la corrupción fermenta y prolifera en las dictaduras como las alimañas en la pestilencia. De otro lado, el objetivo básico del liberalismo no es promover la prosperidad aunque sea a costa de la libertad, sino consolidar la libertad de los individuos mediante la prosperidad que resulta del funcionamiento de un mercado libre de interferencias.
Tampoco es cierto que una sociedad democrática, aplastada por el intervencionismo y los controles estatales, sea incapaz de evolucionar hacia la libertad económica sin recurrir a los sables de los militares o la brutalidad de un déspota civil. ¿Ejemplos? Pues, la tierra de Alan Gibbs, ese civilizado y admirable país verde donde el día y el año nuevo comienzan antes que en ningún otro del planeta. Desde 1984, gobiernos diferentes han venido transformando de raíz esa sociedad, reemplazando las viejas instituciones y las prácticas mercantilistas por un sistema abierto, que pone en manos del individuo y de la empresa privada la responsabilidad primordial de producir la riqueza, -a la vez que reducían el Estado e innovaban en todos los campos, usando siempre la libertad como instrumento. Todo ello sin sacrificar un ápice la democracia, sin recortar la crítica ni la acción política de los partidos ni los derechos humanos de los individuos. Por el contrario, reformando también en este campo, para estimular la participación de todos los ciudadanos en la vida pública, permitir el pluralismo y corregir la discriminación cultural de que eran víctimas los maoríes.
Por todo lo que ha pasado allí desde 1984, ese país de la más remota periferia, Nueva Zelanda, ha saltado ahora al centro del mundo.
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