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Said

Rosa Montero

Durante un mes he tenido obras en casa. Las primeras semanas venía un chico, el aprendiz, calladito y cortés. Era un buen operario y un muchacho de aspecto pulcro y decente, un poco antiguo. Tenía una novia española con la que estaba a punto de casarse. Él era de Marruecos y creo recordar (no le presté mucha atención) que se llamaba Said.Un lunes, el maestro albañil llegó con un aprendiz distinto y madrileño. ¿Y el otro chico?, preguntamos, más por educación que por auténtico interés. Y entonces lo supimos. Que Said había ido a la policía, provisto de un precontrato laboral, como manda la ley, para arreglarse los papeles. Y que ya no le habían dejado salir de allí. Quizá Said estuviera fuera de plazo, o tal vez hubo, un exceso de rigor burocrático, o puede que todo fuera cosa del destino negro de los emigrantes, de la desprotección total y de la suerte triste. El caso es que Said se pasó un par de días encerrado y luego le metieron en un avión y le devolvieron a Marruecos. Aquí quedó todo o que tenía, sus amigos, su novia, su futuro y un trabajo (mi casa) a la mitad.

Ya sé que no es una historia original: cosas así pasan todos los días, sólo que no les prestamos atención. Cuando eres dueño de tu tierra y de tu pasaporte; cuando tu vida sólo está sometida a la incertidumbre absoluta y sobrehumana del azar, es difícil comprender la existencia de quienes están sujetos, además, a las fastidiosas incertidumbres humanas y legales. Para ellos, salir a la calle a comprar cigarrillos puede suponer terminar repatriados en Fez, en Santo Domingo, en Varsovia, sin haber podido recoger ni el cepillo de dientes. ¿Cómo volverá a su vida Said, si es que puede volver? ¿Cómo conse guirá el dinero y los papeles para el viaje? ¿O se meterá en una patera? Y luego hablamos de crisis económica: como si el simple hecho de poseer un NIF no fuera un lujo.

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