Lo mejor del rastro
Los anticuarios de Cascorro muestran sus objetos mas preciados
Pasen y vean. Nada de engaños, y ninguna ganga: lo bueno hay que pagarlo. Esa es la filosofía de los mejores anticuarios cuando enseñan sus objetos más preciados, aquellos de los que más orgullosos se sienten. Ante ustedes, la entrada de Alejandro en Babilonia, plasmada dentro de un tapiz, por siete millones de pesetas; mujeres inmortales que arrastran por el suelo sus desnudos de terracota, por 1,2 millones; muñecas de porcelana, por 450.000 pesetas. Y, por supuesto, todo negociable: los mercaderes siempre se muestran abiertos al arte del regateo. Una vez inmersos en el barrio de Embajadores y Cascorro puede ocurrir cualquier cosa.Un inocente paseo puede cambiar radicalmente la vida del paseante. Así le ocurrió a Miguel Ángel Pastor, que hace ocho años se acercó al Rastro para comprar una banqueta y acabó comprando la banqueta y la tienda de antigüedades con todos los muebles para dedicarse desde entonces a la fascinante profesión de anticuario en el Rastro. Miguel Ángel, maquillador de estrellas, cambió la piel por la madera, el bronce y los tapices que decoran su comercio, en las Galerías de la Ribera, uno de los centros especializados en antigüedades de la zona del Rastro. Entre los tesoros de su local muestra orgulloso un ornamento bargueño portugués que data del siglo XVII y un tapiz flamenco del mismo siglo. Coinciden los anticuarios en señalar que en la compraventa de antigüedades ya no hay gangas, los vendedores conocen el valor de los objetos de los que se desprenden y los compradores saben perfectamente lo que se están llevando. Menos chollos y menos engaños. El bargueño portugués ronda el millón y medio de pesetas, y el tapiz duplica esa cantidad. Rondar, porque los anticuarios y sus clientes abominan del precio fijo y exacto, los clientes dan vueltas alrededor del objeto de sus sueños y surge espontáneo el milenario arte del regateo, toma y daca, limitado y amistoso, que forma parte del rito; no se trata de una simple transacción comercial, la conversación sobrepasa con facilidad el ámbito mercantil.
Aunque la mayor parte de las compras ya no provienen de casas particulares, el anticuario Francisco Ubach aún puede ilustrar el pedigrí de algunas de sus piezas. La consola fernandina de madera de limoncillo de principios del XIX, que perteneció a la familia de Mora y Aragón, sobrepasa un poco el millón de pesetas. En el local se exhibe acompañada de una guarnición de reloj y dos candelabros y de un espejo veneciano de finales de siglo. Gil del Amo, socio de Ubach, se ufana de exhibir en La Puerta otra joya con pedigrí, una de las vedettes del Rastro, un dormitorio estilo Luis XV, un exquisito trabajo de marquetería, madera de limoncillo, caoba y raíz de sabina, que proviene de un palacete barcelonés de Pedralbes propiedad del barón de Güell.
Ubach aprendió muy joven el oficio de anticuario entrando como chico de los recados en una prestigiosa firma de París, pero, aunque ama su oficio, dice no enamorarse de los objetos, ni siquiera de aquel juego de tocador de viaje que llegó a sus manos tras haber envejecido en las de la actriz Sara Bernhardt, un juego que quiso comprar Henry Kissinger, que, pese a su fama de hábil negociador, no llegó a un acuerdo en el precio.
Mariano Palacios, que abre su comercio en la castiza plaza de Vara del Rey, es más enamoradizo en cuanto a sus piezas se refiere y declara no estar dispuesto a vender un tarro de farmacia del siglo XVIII de cerámica talaverana. Palacios, que se inició en el oficio recorriendo los pueblos de España con un destartalado Fiat en los años de la posguerra, calcula el valor de su hallazgo en un millón de pesetas. El veterano anticuario añora aquellos años difíciles de peregrinación y polvo de los caminos, a la caza y captura de tesoros ocultos en oscuros desvanes y caserones de pueblo.
Hoy, el negocio ha cambiado, ya no bajan los gitanos con sus carromatos o sus furgones abarrotados tras misteriosas requisas; hoy, las piezas más importantes pasan de las manos de unos anticuarios a otros, cambian de escaparate y de tienda una y otra vez hasta que son rescatados por un comprador encaprichado.
María Luisa, señora de Ayala en el negocio de las antigüedades, lleva 25 años con su marido, nativo del Rastro, dedicada al negocio de los muebles, las cerámicas, las lámparas, los relojes y las tallas. La señora de Ayala, más que de sus piezas, está fervientemente enamorada del Rastro, del Rastro esencial y eterno, en peligro de extinción por la invasión de lo nuevo y los intentos de remodelación que con tan mala fortuna intentan, año tras año y Gobierno tras Gobierno, los mentores municipales de este zoco magnífico y ancestral que sólo conocen los que lo viven y lo trabajan. Entre las hermosas piezas que decoran el interior de su comercio, María Luisa elige un gran espejo art nouveau catalán, enmarcado en cerámica, ornado de alegorías vegetales y coronado por una delicada figura fememina, su precio aproximado: 3,4 millones de pesetas.
Una grácil, aunque enorme, terracota femenina, también art nouveau, recostada entre mesas, consolas, lámparas y bargueños, destaca en el escaparate de Antigüedades Monasterio, uno de los mejores y más veteranos establecimientos del Rastro, en las clásicas Galerías Piquer. José Manuel Fernández Monasterio (hijo) pide por ella 1,2 millones de pesetas. La presencia y el formato de la figura femenina eclipsan otras maravillas, como el tapiz flamenco del siglo XVII que ilumina la pared frontal de la tienda. Es un tapiz colosal, a la medida de lo que representa, la triunfal entrada de Alejandro en Babilonia; su precio es también fabuloso, alrededor de los siete millones de pesetas. Casi dos millones más que la pareja de lámparas gigantes de bronce del siglo XIX, cinco millones y medio más que el singular espejo de caoba que refleja el abigarrado y fascinante interior del comercio. José Manuel, como todos sus colegas del Rastro, se queja de los estragos de la crisis en un mercado que no es precisamente de artículos de primera necesidad. La demanda se centra ahora más en muebles y objetos de decoración que en pintura o escultura. Monasterio, que sirve de cordial y experto guía en las antigüedades del Rastro, observa que, salvo excepciones, no hay establecimientos especializados. Una excepción: las chimeneas de Julián Pombo, una colección de fastuosos hogares, marcos de mármol y de caoba que aguardan en la planta superior de las Galerías Piquer que alguien vuelva a encender el fuego en sus entrañas. Los precios oscilan entre las 200.000 y los casi dos millones de pesetas que cuesta una espléndida chimenea veneciana de mármol blanco veteado de azul.
Otra excepción, entrañable y gentil, el pequeño local de Mercedes Cabeza de Vaca en las Nuevas Galerías, una hogareña casa de muñecas, cuyas inquilinas de porcelana, recostadas en sofás y cochecitos, esperan ser rescatadas por las amorosas manos de nuevas madres adoptivas, mujeres que, como Mercedes, a lo mejor no tuvieron mucho tiempo durante su infancia para jugar a las muñecas. Mercedes Cabeza de Vaca hizo de su infantil afición algo más que un oficio, y en su acolchada y delicada guardería acoge a sus silenciosas e inmóviles pupilas, un grupo internacional donde destacan aristocráticas muñecas francesas, inglesas y alemanas, junto al bebé Barcelona, el primer muñeco de porcelana fabricado en España.
El Rastro sigue siendo una caja de sorpresas para los visitantes curiosos, aunque cada vez sea más difícil desenterrar un tesoro en sus rincones. Cuando Miguel Ángel Pastor, el maquillador que se convirtió en anticuario, adquirió su tienda del Rastro, encontró, arrumbada en un rincón, una mesa Gaudí, firmada, que había sido utilizada para guardar herramientas; la mesa, vendida poco después por 400.000 pesetas, recorrió España y Francia, duplicando su precio en las subastas hasta rematarse en Nueva York en cuatro millones de pesetas. Otros anticuarios relatan aventuras semejantes: uno de ellos habla de un Sorolla que se vendió en 100 millones, y añade a continuación: "Puedes contarlo, aunque nadie se lo va a creer". El Rastro de los milagros, donde encontró sus mejores greguerías Gómez de la Serna; el Rastro heteróclito, que vana y torpemente intentan ordenar los funcionarios municipales, es una cueva encantada donde todos sueñan encontrar, entre utensilios descabalados, ruinosas cornucopias y muebles desvencijados, su lámpara de Aladino.
En la calle de las Amazonas, que enlaza la Ribera de Curtidores con la plaza del General Vara del Rey, acechan los peristas y charla animadamente una pareja de la Policía Municipal. Una caterva de exánimes yonquis acuden con el producto de sus hurtos diarios, y los peristas, camuflados de venerables jubilados que toman el sol, regatean implacables y aprovechan la urgencia de aguja de sus proveedores para jugar a la baja.
La plaza del General Vara del Rey comparte con las Galerías de la Ribera, Piquer y Nuevas Galerías el negocio de las antigüedades del Rastro, que agrupa más de cien establecimientos. Cuando los peristas se juntan para efectuar sus tratos clandestinos en el centro de la plaza, la señora de Ayala, vigilante amazona que tiene allí su establecimiento, sale a cuerpo descubierto para imprecarles y poner en evidencia su nefando tráfico. Guardiana insobornable de la plaza, la señora de Ayala no ha dudado en grabarles con su cámara de vídeo a plena luz del día. Vela por la integridad del Rastro y por su seguridad, atacadas por muy diversos frentes: funcionarios municipales incompetentes, delincuentes y un mercadillo impersonal de ropa y utensilios nuevos que se instala varios días a la semana.
La señora de Ayala quiere que el Rastro de los anticuarios siga conservando su magia, esa magia que consigue que los clientes profanos pierdan el miedo a las antigüedades, se atrevan a tocarlas sopesarlas y preguntar sobre su historia, su arte y su misterio, incluso a preguntar tímidamente por su precio.
El mercado amarillo
La solícita y desafortunada iniciativa municipal, que en los últimos años se ha empeñado en ordenar y cuadricular el fecundo caos que es el alma del Rastro, ha embadurnado de amarillo, en zafios brochazos, el irregular y sufrido pavimento de sus calles más emblemáticas, parceladas y numeradas con toscos guarismos.Números y lindes ofenden la vista del visitante de diario; los domingos, sobre cada borrón ignominioso se levanta el correspondiente tinglado. El Rastro de los domingos pierde aceleradamente su condición de almoneda para trastocarse en mercadillo cada vez más despersonalizado, surtido de ropa nueva de saldo, mercadería de Taiwan y de Hong Kong, herramientas y baratijas más o menos exóticas.
El Rastro amarillo y laborable es hoy más Rastro, un Rastro sin tumultos para caminar, perderse en las almonedas y rastrear en la plácida busca de objetos que probablemente no nos hacen mucha falta, pero nos hacen mucha ilusión. Ya advertía el buen cronista Mesonero Romanos sobre las tentaciones de las almonedas: "Yo, que no sé de música", dice en una de sus escenas matritenses, "compré un piano porque me lo dieron en un precio arreglado, y, sin tener caballo, me hice, por lo que yo creía poco dinero, con unas ricas guarniciones".
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