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El astrónomo

Miguel Artola es uno de los escasísimos intelectuales que han llegado a ese punto de excelencia intelectual (cuánto más excelente que no merece ningún premio), que consiste en saber reírse de sí mismo. Pues a punto está de reconocerse miembro de ese grupo de profesores que, según su propia expresión, no miran por el telescopio de Galileo, no vaya a ser que se les muevan los esquemas.

Artola se extraña cuando se le pregunta si el pasado no es en definitiva otra ficción, como el futuro. Por su mirada cruza la extrañeza de un físico -"ciencia dura", la llama él- pues para él la historia es como una montaña en cuya cima batieran olas y que además creciera con la profundización del conocimiento. Es cierto que a la vista de algunos debates se diría que todo es relativo, pero es cierto también que a a medida que profundizamos más, crece la altura de la montaña: lo incontestable.

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Artola es también continuador de una tradición de historiadores que -a pesar de todo-, en las últimas décadas ha dado figuras de la talla de José Antonio Maravall o Luis Díez del Corral, y que -sobre todo-, parece dejar detrás de sí un apretado cuerpo de discípulos que además se enorgullecen de serlo: eso en la vida universitaria española es raro. Y tiene, además de la capacidad de reírse de sí mismo, otra de las cualidades del sabio: una sencillez que puede conducir a engaño.

Pues cuando el visitante se atreve a un par de comentarios elogiosos sobre las obras de arte clásico que adornan su despacho del Instituto de España (la antigua Universidad de San Bernardo), Artola explica con virtuosismo de profesor por qué son en realidad obras menores. El virtuosismo consiste en dejar clara la verdad sin herir por ello al ignorante.

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