Duelo de rostros (2)
Hace unas semanas, a propósito del estreno de El fugitivo, volvimos por enésima vez -y no parece desacertada esta insistencia de quienes buscamos, para contribuir a remediarlas, las deficiencias del cine europeo, pues comienzan por fin a afrontarse en los centros de producción- sobre algunas consecuencias de ese vicio adquirido, por mimetismo con el tiempo fundacional de la nueva ola del cine francés en los años sesenta, consistente en hipertrofiar la autoría del director a costa de la de los restantes creadores de las películas, y en especial el más decisivo -director incluido- cuando se trata de componer, de manera convincente y con ancha audiencia, una ficción pura: el intérprete.Una película que nada aporta a la evolución del lenguaje cinematográfico, como El fugitivo, es no obstante digna de verse y crea afición a ir al cine, a volver al cine cuando éste más lo necesita, gracias a la humildad y talento con que un equipo creativo trabaja como una pina, al unísono -dijo George Cukor: "El actor es lo único que importa"- para que los oficiantes de la aventura, Harrison Ford y Tommy Lee Jones, nos arrastren a uno de esos duelos de rostros que pueblan las tradiciones más fértiles del Hollywood clásico.
En la línea de fuego
Dirección: Wolfgang Petersen.Guión: Jeff Maguire. Fotografia: Bailey. Música: E. Morricone. EE UU, 1993. Intérpretes: Clint Eastwood, John Malkovich, Rene Russo. Madrid: Callao, Roxy, Vergara, Real Cinema, Vaguada, Liceo, Victoria, Ciudad Lineal, Cristal, Albufera, Parquesur, Ideal (v.o).
Pues bien, no es esta película un caso aislado, sino un rasgo sostenido del cine estadounidense, del que el europeo, si quiere escapar de esas deficiencias, debe tomar buena nota: recuérdense Glengarry Glen Ross, Las amistades peligrosas, Sin perdón, El silencio de los corderos, El ojo público, Uno de los nuestros, El cabo del miedo, Juego de lágrimas, Thelma y Louise, Indiana Jones III y decenas de maestras y menos maestras películas recientes y de alcance universal: universalidad creada por algún genial -y por desgracia casi extemporáneo en el cine europeo- duelo de rostros.
Y un duelo de esta sublime especie está en El la línea de fuego, oficiado por dos intérpretes de características físicas y de técnicas de actuación opuestas, y, sin embargo, gracias al fuego sagrado sostenido por esa tradición, ahora milagrosamente ensamblados y convertidos en complementarios: Clint Eastwood, un austero, seco chusquero autodidacta, inmóvil y totémico heredero de la escuela clásica californiana, y por ello dominador de la mecánica de la contención; y John Malkovich, un hijo de laboratorio teatral, formado dentro del espíritu de la escuela realista y barroca de la costa Este de EE UU, y dominador de la mecánica del exceso. Imposible imaginar dos rostros más distintos, y, no obstante, después de ver esta película, imposible imaginarlos fuera del diálogo que entablan en su secuencia.
Treinta años después
La película es superior a El fugitivo por la originalidad de su argucia argumental desencadenante. Las ficciones más puras provienen de alguna esquina escondida de la vida real y ésta es una de ellas, pues la ocurrencia que da lugar al filme es de la especie del huevo de Colón: una de esas imágenes universalmente conocidas, que están fijadas en la memoria como un icono histórico, pero que, sin embargo, han sido cegadas por otra imagen deslumbradora superpuesta. ¿Hay en verdad espalda más conocida que la del hombre sin rostro que protege la trasera del automóvil de John Kennedy en el momento en que éste recibió el primer disparo, no mortal, en la plaza Dealy de Dallas, en noviembre de 1963? Probablemente, no.Pues bien, nadie -cegado por la potencia del suceso central: Kennedy a punto de morir- se había preguntado cuál era el rostro del agente del Servicio Secreto que, de espaldas a nosotros, intenta inutilmente proteger con su cuerpo (para eso le pagaban) el cuerpo del presidente un instante antes de caer muerto. ¿Qué rostro hay delante de esa espalda? ¿Quién era aquel individuo? ¿Cómo resonó su fracaso en su vida? Lo conocemos sólo de espaldas, pero ahora la cámara salta, se sitúa frente a él y lo vemos de frente: es Clint Eastwood hace 30 años. Y la ficción, arrancada de cuajo de este rocoso trozo de realidad, desata la imaginación y le hace volar. Magnífica ocurrencia y enésima prueba de que todo verdadero alarde imaginativo está en las antípodas de la fantasía y hay que buscarlo a ras de tierra.
Y el encadenamiento prosigue: ahora, 30 años después de su fracaso, Eastwood recibe una llamada telefónica en la que Malkovich le anuncia que le va a matar otro presidente: un brote del mito del eterno retorno. La película no ha hecho más que comenzar y todo ya parece dicho. Pero ocurre al contrario: sobreviene entonces el grande, el decisivo giro formal, la primacía del cómo sobre el qué a través de la vertebración del relato sobre el Juego de ese aludido trendazo de actuaciones. Y las dos horas restantes gravitan sobre el duelo de rostros así desencadenado. Y otra película que nada nuevo aporta a la historia del lenguaje cinematográfico no sólo da la vuelta al mundo en olor de multitud, sino que quedará en la historia de ese lenguaje como una deducción clásica del clasicismo, como una nueva vuelta de tuerca a una fuente permanente del gozo de ir, de volver al cine.
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