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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Obélix chez Vollard

Desde la complicidad compartida, esencialmente, con Patricia Gadea y Juan Ugalde, Manolo Dimas (Caracas, 1958) protagonizó uno de los capítulos más inefables del territorio de la pintura madrileña de los ochenta. Dentro de ese viaje -mordaz, golfo e intempestivo como pocos-, la pintura de Dimas se caracterizaría por su inclinación hacia un tipo de composiciones de desasosegante densidad, fruto de una irreverente estrategia de acumulación que afectaba por igual al abanico de lenguajes y estereotipos que entrecruzaba como a la resolución de las imágenes que desde ese horizonte se concretaban.Esa actitud responde básicamente a un deseo de violentar las convenciones puritanas del gusto, cargando la suerte hasta forzar, más allá del límite de resistencia, el umbral de tolerancia que enfrenta a un cierto esnobismo moderno con el espectro de su delicado sistema digestivo. Y a menudo he sospechado que el laberíntico desgarro de una apuesta tal ha sepultado en los cuadros de Manolo Dimas la evidencia del pintor sutil que esconden y los acentos complejos y lúcidos de una poética que se enmascara en la escenografía del despropósito.

Manolo Dimas

Galería Moriarty. Almirante, 5. MadridHasta el 30 de octubre.

En esta exposición, que recoge sus trabajos recientes, Manolo Dimas incide una vez más en el vértigo de esos frescos inmoderados, bien que dentro de esa línea de mayor ambivalencia que ha ido aflorando en las síntesis de los últimos años, desde la que el artista cede en la prioridad de los acentos provocadores para concentrarse en otro territorio abismal, más privado, implícito en su juego. En ese sentido, la exposición contiene un ciclo muy particular de trabajos que resulta esclarecedor. Me refiero a la serie de lienzos de formato menor, aunque mayores por su signiricación, pues se encuentran entre los logros más rotundos de su trayectoria.

Tienen esos emblemas un nexo vertebral en su referencia a la Suite Vollard picassiana, un paradigma que Dimas entrecruza con sus propios demonios familiares, desde un Obélix orgiástico hasta ilustraciones encontradas, en la literatura infantil o en la publicidad, que destilan un lirismo más delicado. Una mayor economía en cuanto a los elementos que componen cada uno de los diálogos, junto al misterio alcanzado en ciertos encuentros, nos revela aquí a un Dimas más íntimo y entrañable, al pintor intuido bajo el fragor de la tormenta.

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