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FERIA DE OTOÑO

El quite del perdón

Curro no hizo nada, y el público se puso hecho un basilisco. Curro se estiró algo con un toro moribundo, se arrugó con otro vivito y grandón, los mató como pudo, ponía cara de asco, algunos espectadores querían bajar a pedirle cuentas por su absentismo laboral, y en esto que fue e hizo el quite de la tarde.No un quite por lo fino, perfumando los aires venteños con verónicas de alhelí, sino un quite por las bravas, llevándose en el capotillo gracioso la cornada que ya le iba a pegar el quinto toro a un banderillero. El toro, nada partidario de que le prendieran banderillas, persiguió enfurecido al peón que osó prendérselas, y ya lo tenía a su alcance, ya se relamía de gusto al olisquear las ingles banderilleras, ya iba a pegar el derrote, cuando se interpuso el capotillo de Curro y se llevó en sus vuelos astas, fauces golosas y el toro entero, que embistió allá y se marchó tercio adelante, perplejo y abatido.

Moura / Romero, Luguillano, Vázquez

Toros de Juan Antonio Romao de Moura, con trapío, muy bien armados, fuertes de cuello pero inválidos de patas, encastados. Curro Romero: dos pinchazos y media delanteros, y descabello (silencio); dos pinchazos, media pescuecera y dos descabellos (bronca). David Luguillano: estocada corta y dos descabellos (silencio); estocada ladeada y rueda de peones (silencio). Javier Vázquez: pinchazo y estocada (oreja protestada); estocada caída (ovación). Presenció la corrida desde el palco real la Condesa de Barcelona, madre del Rey. Plaza de Las Ventas, 30 de septiembre. Segunda corrida de feria. Lleno.

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Los toreros cabales de toda la vida que fraguaban tardes nefastas -a la manera de Curro-, obtenían el perdón en los quites -podían ser de brega o de arte- y si la brega había obrado el prodigio de salvar una vida o el arte se proclamaba excelso, ganaban además indulgencia plenaria. Ahora bien, eso era antes, en épocas mollares de la fiesta; aquellas en las que había toreros de torería cierta y nadie les llamaba profesionales ni ninguna otra vulgaridad parecida; aquellas en las que el público gozaba de sensibilidad para percibir esa torería y complacerse con ella. Público de estos sentires aún queda en Madrid, y dedicó una gran ovación a Curro Romero. Sin embargo ya hay otro que no sabe nada de torería, ni de perdones, y sólo quería castigar el absentismo del diestro quitador, para lo cual esperó que acabara la corrida, que cruzara el ruedo, que llegase a la puerta de cuadrillas, y una vez lo tuvo allí, a tiro, de poco lo sepulta bajo un roción de almohadillas.

Luguillano, más sensible con la torería del veterano maestro, le brindó el toro del quite, y se dispuso a triunfar. Pero no triunfó, porque se limitaba a componer posturas pintureras. Lo hizo en sus dos toros, y fue un error pues desarrollaron casta, y las posturas del torero no sólo no los dominaban sino que les ponían nerviosos. Sin ganar terreno y sin mandar, ambos toros se le fueron sin torear al pinturero diestro.

Toreo sí lo instrumentó, en cambio, Javier Vázquez, único espada que entró a los quites de arte, con especial lucimiento en una serie de chicuelinas y otra de gaoneras. Su primera faena tuvo fases de interés y emoción por la casta del toro y la decisión del torero, que lo muleteó cargando la suerte, ciñendo la vivaz embestida, lo mismo en los redondos que en los naturales y sus correspondientes pases de pecho. La faena transcurrió desigual, de todas formas, y no era merecedora de la oreja que concedió el presidente a petición de una minoría y con gran disgusto de la mayoría.

Que se conceda una oreja inmerecida la afición madrileña lo toma a ofensa personal, mas si salen toros inválidos, ya es un desastre similar a la caída del Imperio Romano. Y eso estuvo sucediendo toda la tarde, desde el primer toro, que sufrió un deliquio en cuanto se apercibió de que Curro le miraba de través por la lentilla, hasta el último, que apenas tenía resuello para arrimarse a la muleta porfiona de Javier Vázquez. La enorme expectación que despertó la corrida no guardaba proporciones con tan míseros resultados y muchos espectadores se pusieron levantiscos. Algo podía pasar. Menos mal que cruzó Curro el redondel, llegó a la puerta de cuadrillas, le tiraron almohadillas y la gente pudo abandonar el coso con la satisfacción del deber cumplido.

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