Flanagan, el humor como corrosión moderna
Barry FlanaganFundación La Caixa. Serrano, 60. Madrid. Hasta el 7 de noviembre.
Con la muestra del escultor británico Barry Flanagan (Prestatyn, Gales del Norte, 1941), la Fundación La Caixa, en su sede madrileña, nos proporciona uno de los ejemplos más sobresalientes de la tan merecidamente elogiada escultura actual del Reino Unido, de la que en Madrid, y en ocasiones a través de la propia Caixa, se han podido contemplar estos últimos años exposiciones individuales de Cragg, Deacon, Gilbert and George, Long, Kapoor, etcétera, así como de algunos ancestros importantes, desde el mítico Heriry Moore hasta Paplozzi y Anthony Caro.
Entre esta serie de acontecimientos hay que destacar como especialmente memorable el de la muestra colectiva sobre la escultura británica contemporánea que tuvo lugar en el Palacio de Velázquez durante 1986, y en la que, entre otros, estuvo presente el propio Flanagan.
El porqué de este florecimiento británico en una de las especialidades que más críticamente padeció el proceso de modernización puede explicarse quizás por esa mezcla de distanciamiento, y a veces libertad, con que el arte de las islas se ha relacionado con la ortodoxia vanguardista, tanto continental como norteamericana. Sea como sea, éste es el caso de Barry Flanagan, que comenzó a darse a conocer durante los sesenta, relacionándose a partir de entonces con aspectos del pop, el posminimalismo, conceptual, land art, etcétera, hasta alcanzar un potente y originalísimo lenguaje personal en el momento crítico de finales de los setenta y comienzos de los ochenta.
Rígida ortodoxia
De hecho, a partir de aquellas le chas Flanagan fue uno de los primeros en atreverse a romper con los moldes canónicos que la rígida ortodoxia vanguardista imponía, sobre todo, y por vía del puritano formalismo americano, a la escultura. Lo hizo, además, con un humor corrosivo, que nada tenía que ver con las bromas light de los seguidores escolásticos de Duchamp, por lo general la gente más aburrida, seria y convencional que imaginarse pueda. En realidad, la corrosión de este amante de la inquietante obra de Lewis Carroll se basa en generar la máxima contradicción, que, a su vez, crea espontáneamente el absurdo, donde la risa se hace incontenible y angustiosa. Esa máxima contradicción la consigue Flanagan con cualquier cosa; por supuesto, con el más descarado libertinaje conceptual, pero también con los materiales, los tamaños, las funciones, las imágenes, los símbolos, etcétera.
En todo caso, uno de los méritos de la presente muestra, que tiene algo de discreta minirretrospectiva y que ha estado bajo la responsabilidad de Enrique Juncosa con la eficaz tutela del British Council, consiste en la hábil y sugestiva presentación de ese espíritu mordaz característico de Flanagan, que aletea realmente ya desde su obra primera, aunque explote ruidosamente durante los tres últimos lustros. Así podemos contemplar algunas piezas célebres de Flanagan, como Bandeja de los sesenta (1970), Figura de cera (1975), Ubu de Arabia (1976), Aprés Bell (1982) o varias de sus liebres en corvea o saltando sobre las bases más inverosímiles.
Pero, al margen de esta ácida y brillante causticidad, me han impresionado los soterrados y no menos vertiginosos puntos de fuga irónicos que Flanagan mantiene con el universo de la arqueología y el clasicismo, todo ello cargado de una curiosa ambivalencia que deja siempre como en el aire al espectador, obligándole a despojarse de prejuicios y pedantes conformismos. En este sentido me parecen particularmente interesantes las salas de los dibujos y las que contienen pequefios bibelots de bronce y cerámica.
También resultan muy estimulantes algunos detalles del montaje, como la rabiosa moqueta: verde o los aparadores caseros para guardar figurillas.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.