Los nietos de Juvenal
En memoria de Luciano Rincón, sobrino de Rabelais.
Ha alarmado en Francia, y quizá preocupe en otros países europeos, el fenómeno periodísticamente bautizado nacional-bolchevismo, o sea, la aproximación hasta casi la complicidad entre los más arriscados nostálgicos del radicalismo ideológico marxista y figuras destacadas del ultranacionalismo o la extrema derecha. El asunto ha merecido un manifiesto admonitorio firmado por gente de tanta talla como Umberto Eco o Jacques Derrida. Más allá de triviales consideraciones como la de que los extremos suelen tocarse o que las vanguardias se adelantan tanto al propio ejército que llegan a pasarse al enemigo, el caso puede servir para prolongar la vieja cuestión en torno al papel social de los intelectuales. Más exactamente, cómo ha de completarse su función crítica con la tarea de orientar política o moralmente a sus lectores, si es que suponemos que deben cumplir esta misión.
El intelectual consiente en poner los cinco sentidos en lo que hace, pero pedir colaboración además al sentido común suele parecerle superfluo. No todos pueden ser grandes, pero cualquiera puede ser enorme: basta con proclamar enormidades. A este respecto, una situación ¿le conflicto como la del País Vasco se presta al lucimiento. Hace pocas semanas, en una lectura de tesis, se comentaron unas páginas del prólogo que le puso Sartre al libro sobre el proceso de Burgos. Desde luego la situación política era muy distinta, Franco mediante; pero aun así el entusiasmo guerrillero que traslucen, la docilidad con que aceptan leyendas como historia, la superposición de modelos coloniales a una situación que no lo es y hasta la mención de diferencias biológicas de los vascos como legitimación de reivindicaciones políticas (¿pero no habíamos quedado en que la existencia precede a la esencia?) causan hoy cierta incomodidad intelectual. Sobre todo cuando se confrontan con las opiniones expuestas ahora mismo por Gilles Perrault con ocasión de procesos a etarras en Francia, para quien lo que ocurre en Euskadi es de nuevo la guerra de liberación de Argelia, pero con la boina sustituyendo al fez. Pues vaya. Sin llegar a tanto, me he acostumbrado en los últimos años a la fascinación de muchos colegas de paso en el País Vasco por los planteamientos más radicales de nuestro nacionalbolchevismo euskaldún. Aunque nunca se comprometieran demasiado, claro está, aprovechaban su estancia para coquetear un poco con la ferocidad y hacer alguna denuncia de los males de la democracia o de los abusos estatales, a veces muy razonable, pero despreocupada de la colaboración teórica que suponía a la estructuración ideológica de la violencia. ¿No habría sido más oportuno aprovechar el contexto para señalar los daños del nacionalismo radical o justificar, dentro de sus deficiencias, el empeño democrático? Nunca jamás, porque eso pudiera parecer complicidad con el Gobierno, y es preferible que le tomen a uno por compañero de viaje de ETA que del Pacto de Ajuria Enea. Puestas así las cosas, casi se agradece la franqueza de la pléyade de sociólogos, antropólogos, sexólogos y sobre todo teólogos (¡muchos teólogos!) que en las páginas de Egin mantienen, respecto a los problemas de Euskal Herria y a los de la humanidad en general, un discurso frenopático de la escuela de ese gran científico-poeta, Radovan Karadzic.
En cambio, otros diagnósticos desconciertan más: por ejemplo, en pleno mes de agosto, con Julio Iglesias raptado desde el 5 de julio y manifestaciones todos los jueves convocadas por los trabajadores de Ikusi, ertzainas apaleados, etcétera, Javier Sádaba publicó en las páginas del diario conservador (de las esencias nacionalbolcheviques) un artículo titulado Donostia-93, en el que se contaban sus impresiones estivales en nuestra capital. La principal es que encuentra el veraneo donostiarra "cada vez más español". Se acabaron, por lo visto, aquellos simpáticos veraneos neozelandeses y peruanos de comienzos de siglo... También le alarma comprobar que los cursos de verano, por culpa del PNV y del PSOE, han degenerado de tal modo que ya no sabe uno "si está en Donostia o en Huelva". ¡A este paso volveremos a la Universidad medieval, cuando a la gente no le importaba saber si estaba en Donostia, en Huelva, en Oxford o en Salamanca, y por eso se llamaban universitarios! En fin, menos mal que ante riesgos tan serios hay quien sigue alerta...
Cuando se trata de los problemas internacionales, el gusto por la enormidad se agudiza. El dictamen clásico sigue siendo que, a partir de la disgregación del poderío soviético, todos los males han de venir de EE UU, opinión tan enriquecedora para la sociopolítica como la de que todos los niños vienen de París lo es para la obstetricia. Pero el llamado nuevo orden mundial y la ONU también son advocaciones de lo aborrecible muy socorridas en los análisis de sobremesa. Dice mucho en favor de tales comentaristas que nunca la ONU les ha parecido tan perversa como cuando ha comenzado a intentar servir para algo. La intervención en Somalia es detestable porque se lleva a cabo; la de Bosnia, vergonzosa porque no llega a ocurrir. Si las cosas hubieran sido al revés, los reproches no hubiesen sido menos furibundos. El tonante censor para quien todo es un asco recae en la paradoja del cretense Epiménides cuando dijo que todos los cretenses mienten: no sabe uno si creerle como ejemplo de su afirmación o dudar de ella al verla demasiado confirmada en su caso. Si se trata de ciertos personajes, la cosa se explica recordando que la suposición de que el intelectual es inteligente resulta una generosa superstición originada por la homofonía de ambas palabras. Pero otros requieren un mayor esfuerzo de comprensión.
El intelectual, al menos en nuestro país, se dirige a un público clásicamente pequeñoburgués, es decir, que aplica la mezquina estrategia del codazo en su cotidianidad y, por tanto, quiere que se le tonifique el alma con dosis masivas de puro radicalismo. La fama de ultramontano gana adeptos. Quien asegura que vivimos en la mayor época de barbarie conocida, que la cultura ha sido liquidada por derribo, que hay que subastar el Museo del Prado o que el mono desciende del hombre no puede dejar de conquistar fama de lúcido e insobornable. Repasen los titulares al efecto de este verano. Entre ellos y la sobredosis de astrólogos o parapsicólogos en las televisiones no hay más remedio que darle la razón al viejo Gracián: "Vive desautorizada la ciencia de los cuerdos". No se distingue entre despotricar y criticar. El que despotrica considera todo lo positivo (derechos, servicios, avances) como algo que se da por descontado y que además nunca es tan bueno como parece; lo perverso, en cambio, es intolerable, abrumador y realísimo. Y lo peor es que el estruendo de los despotricadores ensordece a los críticos y los convierte en tibios casuistas, cuando no en vendidos apologistas del presente.
Si los nacionalbolcheviques o quienes sin serlo nos los recuerdan necesitan un santo patrono, propongo al romano Juvenal. En sus sátiras vituperó la vida urbana, la emancipación incipiente de las mujeres, el abandono de las viejas virtudes que nunca existieron, la corrupción universal de cuantos pueden y cuantos quieren, el eterno desastre del presente. Inventó lo de panem et circenses: ¡qué no hubiera dicho de la televisión! Y además se sublevó contra el cosmopolitismo y la invasión de inmigrantes: "Ciudadanos, no puedo soportar una Roma griega. Y ¿cuántos de los que habitan nuestros suburbios no son ya aqueos? El Orontes sirio fluye desde hace mucho en el Tíber, trayéndonos su jerga y sus costumbres...". Dicho sea en justicia, al menos Juvenal poseyó el genio poético de la invectiva, lo que no puede decirse de todos sus émulos actuales.
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