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Volverás al cantón

La arquitectura suiza e italiana del Ticino, una región salpicada de interpretaciones locales de los grandes maestros bajo el severo credo de la geometría, se expone en Madrid

El 14 de septiembre se inaugura en el antiguo Museo de Arte Contemporáneo una exposición sobre la última arquitectura del cantón del Ticino, en la Suiza italiana. Organizada por el Ministerio de Cultura la Fundación Pro Helvetia y la Fundación COAM, la muestra -que permanecerá abierta hasta el 31 de Octubre- recoge a través de quince casas la obra reciente de los arquitectos de una región singular. El Ticino habría necesitado un Juan Benet. Sería imprescindible su erudición geológica e hidráulica para describir el valle, su condición de constructor inconfeso para apreciar las grandes obras públicas que lo hicieron y lo deshicieron, su causticidad irónica para disfrutar con el curso paradójico de los acontecimientos que fabricaron la imagen de una región cuando ésta se, hallaba en el umbral de su desvanecimiento. El cantón suizo de Ticino alcanzó el firmamento arquitectónico durante los años sesenta, y su resplandor se extinguió en 1985, al tiempo que se terminaba la gran autopista alpina, que fue su emblema y su verdugo.

Esta pequeña región italiana y suiza, originalmente aislada y primitiva, fue arrebatada por los suizos durante los siglos XV y XVI al ducado de Milán, pero permaneció separada del resto de los cantones helvéticos hasta la perforación del túnel ferroviario de San Gotardo en 1882, y se mantuvo marginal también respecto a las ciudades lombardas del valle del Po. A principios de este siglo fue un paraíso sagrado para un puñado de visionarios rusos, escandinavos y alemanes que buscaron en el monte Veritá de Ascona, en las amables orillas del lago Maggiore, una belleza arcaica y luminosa. El sueño moderno de la arquitectura, sin embargo, que con tanto fervor se manifestó en el periodo de entreguerras en Zúrich o en Basilea, en Milán o en Como, dejó de lado estos valles de madera y granito.

La modernidad penetró en el Ticino con el hormigón armado y la autopista, que se inició en 1955. Un grupo de arquitectos graduados en Zúrich alrededor de 1960 salpicó la región de interpretaciones locales de los grandes maestros, de Wright y Mies a Le Corbusier, sin olvidar a los italianos Terragni y Sartoris, y adoptó el severo credo de geometría y construcción que predicaba la obra pública. Con el 68 llegó la sublevación emotiva, la influencia de Louis Kalin y, sobre todo, la introducción en el cantón del nerorracionalismo defendido por los arquitectos italianos de la Tendenza, aglutinados en torno al milanés Aldo Rossi.

En 1975 los ticinenses se presentaron en sociedad con una exposición en Zúrich, titulada inevitablemente Tendenzen, y los 10 años siguientes disfrutaron de una extraordinaria popularidad internacional. Luigi Snozzi, Livio Vacchini, Aurelio Galfetti y, sobre todo, el. entusiasta y brillante Marlo Botta se dieron a conocer como la Escuela de Ticino, y Lugano, Locarno o Bellinzona ingresaron en la toponimia de las guías de arquitectura. El movimiento, articulado ideológicamente por el arquitecto y crítico Tita Carloni, apareció sucesivamente como la mejor expresión fuera de Italia del racionalismo rossiano, y como la más genuina manifestación del regionalismo crítico preconizado por el historiador Kenneth Frampton.

Racional o regional, la arquitectura de la Escuela de Ticino perdió aceleradamente ambos ,rasgos durante los ochenta. El racionalismo dio paso a una figuración crecientemente estereotipada, que llegó al paroxismo con la transformación del dotado Botta en una réplica ampliada de sí mismo, evidente en la grandilocuencia trivial de los grandes proyectos - públicos de su última etapa; y el regionalismo se transformó en in ternacionalismo superficialmente cosmopolita, en línea con la progresiva desnaturalización de la región inducida por la mejora de las comunicaciones, el turismo, el desarrollo económico y la urbanización descuidada de unos valles que solían hallarse entre los Alpes y el Po, y que hoy se encuentran a medio camino entre Zúrich y Milán. Los arquitectos del Ticino, que quisieron conformar un paisaje de resistencia a la homogeneidad banal de la cultura técnica y el estilo internacional, acabaron sucumbiendo a las fuerzas niveladoras de los flujos económicos y demográficos, así como a la presión mediática de la civilización de la imagen. Los que aprendieron de Gregotti y Rossi -la importancia de los gestos ingenieriles sobre el territorio, y la diferencia entre la neutralidad anónima de lo residencial y la visibilidad emblemática de lo monumental, aparecen hoy en itinerarios de arquitectura que reducen el paisaje a rutas pespunteadas de casas particulares devenidas hitos públicos: Botta se ha convertido en un recurso turístico del cantón y de Swissair. Un recurso, por cierto, especialmente valioso ahora que los lienzos de Villa Favorita han dejado las orillas del lago de Lugano para residir en el madrileño paseo del Prado.

Con todo, del fulgor del Ticino quedan algo más que destellos. Comenzando por la formidable autopista que durante 30 años supervisó el veterano Rino Tami (que ya en 1940 había construido en Lugano la rigurosa, bella y contenida Biblioteca Central) y terminando con la recientemente finalizada restauración del Castelgrande de Bellinzona, que ha entretenido desde 1980 a Aurelio Galfetti, en la Suiza italiana existe una insólita concentración de construcciones de mérito.

La propia autopista, como ha destacado Tita Carloni, resume bien muchos de los ideales estéticos de los arquitectos ticinenses: la voluntad de construir el paisaje, sin camuflarse artificiosamente en él; la unidad de material y geometría, y la sensibilidad hacia el lugar. Racionalismo constructivo y atención al contexto, en suma, como marca distintiva de estos suizos meridionales que han sabido reunir, en un nuevo pacto de Locarno, el funcionalismo germánico de la Neue Sachlichkeit con el monumentalismo clasicista mediterráneo de la Tendenza y Kahn.

La sensibilidad plástica se advierte singularmente en el trabajo de Galfetti, cuya neocorbuseriana casa Rotalinti de 1961 significó un punto de inflexión en el organicismo dominante entonces entre sus colegas; sus baños públicos en Bellin zona, de 1970, muestran por su parte un sentido de la dimensión urbana de la arquitectura -también presente en la intervención de Castelgrande- que lo emparentan igualmente con Le Corbusier, una filiación que cabe subrayar especialmente en su paisano de Lugano, Mario Botta. Éste, discípulo de Scarpa y Carloni, tuvo la fortuna de trabajar brevemente tanto con Le Corbusier como con Kalin, y se convirtió después en el principal intérprete de las ideas de Rossi en el Ticino: la influencia de todos sus maestros se fundió genialmente en la serie de casas que construyó durante los años setenta, desde las famosas casas Bianchi, en Riva S. Vitale y en Ligornetto, hasta las no menos difundidas casa Sampietro, en Pregassona, o la casa Rotonda, en Stabio. El extraordinario talento compositivo y constructivo de estas casas de puntual geometría se transformó después en el monumentalismo formalista -inconfundible y muy imitado- de sus grandes edificios públicos, como el Palazzo Ransila y la Banca del Gottardo, ambos en Lugano.

Frente al clasicismo meridional que impregna el trabajo de Galfetti y Botta, el funcionalismo de raíz centroeuropea debe buscarse más bien en los arquitectos de Locarno, Luigi Snozzi y Livio Vacchini, que trabajaron juntos hasta 1970, colaborando después ocasionalmente con Botta, el primero, y con Galfetti, el segundo. Snozzi, un intelectual crítico como Carloni, es autor de proyectos urbanísticos tan articulados como el de Monté Carasso de 1978, donde la adaptación para escuela de un antiguo monasterio sirvió para ordenar con rigor el conjunto urbano, y de una obra arquitectónica singular y refinada entre la que destacan sus casas en Verscio, Brione y Locarno Monti, construidas todas en la segunda mitad de los setenta, y en las que se advierte una sensibilidad no muy lejana a la del portugués Siza Vieira.

Livio Vacchini, por último, ha llevado la voluntad de orden y simplicidad de los arquitectos del Ticino hasta un extremo de esencialismo monumental que le emparenta sobre todo con Miers van der Rohe, pero también con el laconismo constructivo de Perret o con la expresión silenciosa de artistas minimalistas como Donald Judd. Entre su exquisito centro administrativo de Macconi, en 1975, y su casa Rezzonico de 1985 hay un enriquecimiento plástico del lenguaje que se manifiesta en las tres escuelas construidas en ese periodo: la de Losone, proyectada con Galfetti en clave rigurosamente miesiana; la de Saleggi; y la de Montagnola, más próxima ya a Le Corbusier y al último Kalin.

La terminación en 1985 de la autopista que une la frontera italiana con San Gotardo coincidió apropiadamente con el agotamiento del gran impulso creativo ticinés. Enhebrada en la madeja viaria europea, la región dejó de existir como realidad simbólica y material, y la expresión del economista Remigio Ratti que situaba al cantón "en el borde de Suiza y en el centro de Europa" comenzó a adquirir verosimilitud. Hoy, la mítica Escuela del Ticino se desdibuja en la penumbra de la memoria donde danzan las sombras de los iluminados de monte Veritá. Ni ellos ni nosotros volveremos al cantón.

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