Disidente, pero nunca renegado
En la noche del 23 al 24 de febrero de 1956, exactamente cuando Edward P. Thompson cumplía 32 años, Nikita Jruschov leía ante un asombrado XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética un informe secreto en el que denunciaba los crímenes de Stalin. Pocos meses después, el informe dejaba de ser secreto, y a la vez que asestaba un golpe irreparable al prestigio de la URSS en Occidente despertaba esperanzas que luego se revelarían ilusorias en el Este: el Octubre Polaco y la revolución húngara fueron sus frutos. En la honda producida por estos acontecimientos, el Partido Comunista Británico perdió 10.000 afiliados, su Grupo de Historiadores se disolvió y E. P. Thompson (I. Pi, como le llamaban de niño para distinguirlo de su padre, un antiguo ministro metodista y misionero en la India) comenzó a razonar. Porque si creemos su confesión, antes de los 33 años, Thompson, más que razonar, abrazaba las causas que le parecían obligadas: por eso ingresó en el Partido Comunista cuando estudiaba en Cambridge, por eso luchó en África e Italia contra los nazis, por eso fue un activo militante comunista después de la guerra. Pero 1956 fue un despertar e, inmediatamente, una obsesión, porque en ese año, mientras los soviéticos entraban en Budapest, sus camaradas británicos le prohibían seguir con una revista animada por él y titulada precisamente The Reasoner. Se explica que desde entonces, y a pesar de sus grandes esfuerzos, jamás logrará sacudirse el hábito de pensar.Lo hizo apasionadamente. Primero, defendiendo la tradición marxista, de la que se consideraba heredero y a la que no quería en modo alguno renunciar. Disidente, pero no renegado, como explicaría a Leszek Kolakowski, Thompson quiso mostrar con su trabajo que frente a un marxismo de cierre, de clausura, existía dentro de la misma tradición, un marxismo crítico, abierto. A ese propósito obedece su gran obra de 1963, The making of the english working class, que habría de sacudir las convenciones académicas adoptadas por la historia del movimiento obrero y que habría de enfrentarle en acalorados debates a sus colegas de la New Left Review, producto de la fusión de Universities and New Left y de su New Reasoner, con el que desafió a sus censores del Partido Comunista
Bombas de relojería
Pues con The marking, Thompson no sólo asestaba duros golpes al marxismo de cierre, sino que colocaba potentes bombas de relojería bajo el marxismo sin más. Su célebre frase "la clase no es una cosa, es un acontecimiento" (a class ¡s not a thing, it is a happening) liquidaba la visión determinista y, por lo mismo, teleológica, de la aparición y de la existencia de la clase obrera como producto de un modo de producción y como sujeto histórico de su abolición. La clase obrera inglesa se formó en la experiencia de lucha contra la explotación porque artesanos utópicos, tejedores deshauciados por las máquinas, tundidores y calceteros, cuyos rostros recuperaban en un bellísimo y libérrimo ejercicio del oficio de historiador, se encontraron en determinados lugares, procedentes de diversas tradiciones de disentimiento. Su historia era, ante todo, el estudio del sentido que los propios actores incorporaban a su acción y no la comprobación empírica de un metarrelato teórico.
Lo que quería decir, en definitiva, que por el entramado de la obra de Thompson respiraba Weber, aunque el aliento viniera de Marx; que había en ella más superestructura cultural que base económica, más contenidos de tradición y de conciencia que determinantes infraestructurales, más sujetos que objetos. Hoy, eso puede parecer hasta obligado y, en todo caso, es algo adquirido, pero por el tiempo en que Thompson escribió su obra, la acusación de culturalista, populista y empirista, procedente de medios marxistas británicos, no se hizo esperar, abriendo un debate que se prolongó durante años y que le alejó, disidente otra vez, de sus colegas de la New Left.
En ese debate, un torpedo fenomenal, The peculiarities of the english (1965), lanzado contra los veloces navíos de Perry Anderson y Tom Nairn, le distanció todavía más, no ya del marxismo como cierre, sino de cualquier interpretación específicamente marxista. Sus sarcasmos contra una concepción de la clase social "vestida con imageniería antropornórfica", una clase con todos los atributos de la identidad personal, con volición, fines conscientes y cualidades morales, una clase que hoy pacta con uno, mañana con otro, socavaban la práctica dominante entre marxistas en uno de sus núcleos centrales: explicar el proceso histórico a base de clases sociales como sujetos que desean, se proponen fines, son depositarias de misiones históricas y manejan desde lugares inaccesibles todos los hilos de la trama.
El Estado, La Cosa
Por si fuera poco, Thompson rechazaba el axioma de que el Estado pudiera entenderse como "un órgano directo de ninguna clase o de ningún interés de clase" y rompía de hecho la concepción marxista de la sociedad como una totalidad unitaria. Y por si quedaban dudas, remataba su posición afirmando que cuando Cobbet definió la Old Corruption -la estructura de la política inglesa del siglo XVIII- como The Thing quizá fuera un mejor marxista que los marxistas que habían intentado corregirlo. El Estado, el sistema de la política era La Cosa, esto es, una formación única, con sus propios intereses y sus reglas, y no un mero instrumento en manos de una clase que lo pudiera usar a su antojo o según sus intereses.
Con su noción de clase y su postulado de autonomía del Estado, ¿podía Thompson sentirse aún dentro de una única, aunque plural y divergente, tradición marxista como pretendía en su Open letter to Leszek Kolakowski (1973)? En su exuberante panfleto contra Althusser, The poverty of theory (1978), lo duda. Quizá, después de todo, Kolakowski tenía razón y no se podía hablar de una tradición marxista; quizá había que declarar la guerra al marxismo como cierre, a todos los legados del stalinismo y arreglar definitivamente las cuentas con 1956 desde dentro de una tradición "que tenía a Marx entre sus fundadores", una tradición, pues, que no era exclusivamente marxista, aunque por allí arriba, en sus fuentes, también anduviera Marx.
Esta propuesta parecía la última trinchera de alguien tan peculiarmente inglés que no podía dejar de ser un defensor a ultranza del empirical idiom, la gran conquista del pensamiento británico última trinchera que definió como "tradición del comunismo libertario o del socialismo, que es a la vez democrático y revolucionario": nada que ver con el bolchevismo leninista, nada con el reformismo kaustkiano, tampoco mucho con la New Left. Si tenía que definirse como comunista, Thompson quería calificarse de libertario; si como socialista, entonces debía ser identificado como democrático y revolucionario. La debilidad de las propuestas estratégicas que se derivaban de esta fusión de términos contradictorios era tan insuperable que desde principios de los años ochenta abandonó la historia y el proyecto de unir su tradición comunista libertaria con el movimiento obrero y dedicó todas las energías a la causa del desarme nuclear europeo.
Cuando la muerte le ha visitado, Thompson había vuelto a su oficio original. Su Customs in common (1992) recoge algunos de sus espléndidos trabajos sobre el siglo XVIII y había acabado ya la biografía de William Blake, que aparecerá este otoño. Por mi parte, no dudo en sumarme al reciente tributo de Christopher Hill: fue el más grande -y añadiría: por ser el más libre- de los historiadores de lengua inglesa de la segunda mitad del siglo XX.
Babelia
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