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50º FESTIVAL DE VENECIA

La presencia de Harrison Ford y Tina Turner rompe la indiferencia que rodea a la Mostra

Buen y muy dispar cine en 'El fugitivo' y 'El secreto del bosque viejo'

Después de una semana cercada por la indiferencia ambiental, la Mostra se calentó ayer un poco. No mucho, ciertamente. Ni siquiera la leyenda viviente de Harrison Ford ni la explosiva gracia de la veinteañera cincuentona Tina Turner, que, desde la noche del domingo, se han adueñado de los focos del Lido, provocaron los brotes de histeria colectiva que otros años crearon aquí otros rostros de otros fetiches de menor jerarquía en las nóminas del Olimpo prefabricado de Hollywood. Pero hicieron agitarse el gallinero de los cinéfilos y los coleccionistas de recuerdos, y esto se agradece en un festival que comenzaba a parecer una oficina de funerales.

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Además de la presencia de Harrison Ford y Tina Turner, hubo buen cine: exquisito y de intenso lirismo en El secreto del bosque viejo, de Ermanno Olmi, y de estilo más tosco, pero de noble estirpe de aventura melodramática, en El fugitivo, que había creado mucha expectación y que no defraudó, sino que fue acogido con una ovación rotunda.Había buenos augurios sobre las calidades que hay detrás del éxito de El fugitivo. Una de ellas era la presencia aquí de Harrison Ford, que es un hombre inteligente y de los que saben cuándo hay que dar la cara porque se sienten apoyados en un buen trabajo. El fugitivo lo es. Dice su director, Andrew Davis: "Es una versión moderna de un thriller clásico. El mayor desafío que presentaba el proyecto es dar novedad y actualidad a una historia que casi todo el mundo conoce y de la que tiene en la memoria una imagen hecha y además buena, no olvidada. No podíamos competir con la variedad de situaciones y de aventuras que nos proporcionó la legendaria serie, por lo que nos concentramos en otro aspecto de la cuestión: dar densidad a los personajes, por fuerza dispersos en sus precedentes televisivos".

La elección de los guionistas a la hora de sintetizar tan vasto material argumental es muy simple y sagaz: definir, condensar y urdir un intenso contrapunto entre dos personalidades opuestas y finalmente convergentes: la del perseguido (Harrison Ford) y la del perseguidor (Tommy Lee Jones), el doctor Richard Kimble y el teniente Gerard, respectivamente. Y ambos actores bordan el dúo, como desde otra dimensión lo hicieron hace unos días Clint Eastwood y John Malkovich en In the line of fire.

El modelo narrativo de ambas películas es muy parecido y se ajusta con mucha solvencia a uno de los filones infalibles del thriller clásico, cuando está bien hecho, cosa que ocurre pocas veces. El violento desencuentro de dos hombres que, finalmente, se escora hacia un progresivo y tenso encuentro final: dos líneas de acción violenta contrapuestas y que, como el revés y el derecho de la electricidad, echan chispas cuando fugazmente se cruzan sus destinos. Harrison Ford está, como casi siempre, admirable, y Tommy Lee Jones le da desde lejos una formidable réplica, que hace crecerse al célebre actor y movilizar hasta el límite su capacidad para combinar su energía con esa peculiarísima e inimitable simpatía que despierta en el espectador la imagen de un hombre sólido e incluso duro en el que, no obstante, se abren inesperadamente rasgos de fragilidad y de ternura, lo que es una de las causas que permiten a Ford irradiar una corriente de identificación que pocos en su oficio han logrado y que le igualan a los grandes rostros de la historia de Hollywood.

El doctor Kimble de Harrison Ford es magistral, como magistral es la ironía y la inteligencia de "buen chico malo" que despliega Tommy Lee Jones en la estrategia emocional de este thriller de fondo melodramático, impecablemente realizado y que no deja al espectador un instante de buen respiro. Su éxito es justo, pues contiene cine de estirpe noble y no se autodegrada con facilidades de truquería visual barata. Cine de rostros, cine de actores, cine vivo desde su corte convencional. Cine de siempre, del que provoca ovaciones interiores.

Toda El fugitivo se sabe de antemano, y de ahí brota otra fuente de su gracia: contarnos lo ya archicontado, pero de manera que parezca completamente inédito. Obra, por tanto, de contenidos que resultan ser un inesperado y sutil juego de formas.

En las antípodas de la trepidación de El fugitivo hay que situar a la placidez de El secreto del bosque viejo, obra personalísima de un clásico vivo del cine italiano, Ermanno Olmi, un franciscano de la imagen, de imaginación absolutamente libre, con sensibilidad apasionada y exquisita, y con una gran capacidad para hacer música con los tiempos subterráneos que mueve por debajo de las evidencias de sus imágenes.

Esta, su última película, está basada en un precioso relato de Dino Buzzatí y es un ejercicio muy bello de lirismo y de -en el fondo muy enrevesado- candor poético.

Un defecto casi sistemático en el cine de Olmi vuelve a aparecer en El secreto del bosque viejo: su tendencia a desparramarse en duraciones dilatadas, excesivas, que a veces derivan hacia un preciosismo insistente, que empalaga un poco. Un peinado de media hora en las dos y cuarto de su metraje beneficiaría mucho a ésta, por otro lado innegablemente hermosa, obra de suaves y tristes filigranas líricas.

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