La cima de lo irresistible
Harrison Ford habla en tono calmo y casi susurrante, lo que contrasta con la enorme actividad que es capaz de desarrollar con sus cuatro extremidades: desde las manos abrazando la enorme taza de café solo que se sirve o cogiendo los labios por encima de una de las cicatrices mejor plantadas de la historia del cine, a sus brazos como aspas, que le alivian reiteradamente el picor de espalda; desde sus pies enormes, que, enfundados en zapatos negros de cordones, buscan sitio bajo la mesa, a las manos de nuevo, que ayudan ahora en la ceremonia disimuladamente coqueta de ponerse o quitarse las gafas.Necesita mucho sitio para sentarse, nos advierte alguien de la productora cuando nos colocamos a compartir sofá. Y es esa sensación de que, pese a que es alto, aunque no gigantesco, no le caben las piernas. De que le falta espacio cuando sus brazos atraviesan el aire y de que, en una de éstas, puede caerte un manotazo del hombre que encontró el Santo Grial.
Su aspecto es impecable -pantalón marengo oscuro, a juego con los calcetines; camisa de seda gris- y elegante, y sus movimientos pasan a segundo plano cuando se le ocurre llegar a la cima de lo irresistible: el esbozo de su sonrisa sólo insinuada, proceso acompañado del estallido de una chispa en sus ojos claros.
En los tiempos que corren, Indiana sigue siendo, al margen de sus méritos profesionales, un valor seguro, contrapuesto a tantos que, fuera del maquillaje y las cámaras, se quedan en nada. Aunque él se empeñe en hablar así de su sex appeal: "Eso es todo harina del molino del personaje".
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