El olivo
Voy a trasplantar en el huertecillo de atrás un olivo que tiene mil años. Con una prensa antigua de forma rudimentaria, como hacían los fenicios, extraeré el aceite de cada cosecha para regalarlo a los amigos. El frasco será pequeño, de cristal tallado. Les pediré que lo usen sólo para untarse el sexo cuando así lo requiera un acto de amor excelso y también para su extremaunción, si se produce el caso. Con el resto podrán aliñar las ensaladas de más compromiso hasta la próxima recolección. Tal vez este olivo fue plantado durante los terrores del primer milenarismo por algún árabe que no creía en el apocalipsis, sino en la inmortalidad de la savia. Es un árbol todavía robusto, lleno de experiencia. A lo largo de los siglos toda clase de pasiones se habrán agitado a su alrededor y él se ha quedado siempre quieto dando fruto. Las filosofías pasán, los crímenes más intensos son incorporados a la cultura, pero el aceite de oliva sigue alumbrando con la misma luz. Bastan nueve aceitunas al día para sobrevivir a cualquier calamidad. Beberé su zumo con los amigos consciente de que un milenio va a circular por nuestra sangre. Alguna de sus virtudes quedará pegada en las arterias: la fortaleza de las cosas sencillas, la impasibilidad ante la muerte. Cuando este olivo nació la gente creía que el mundo estaba a punto de terminar. Por todas partes cundían rumores aciagos. Había pestes y matanzas; bajo aquella ignominia este árbol comenzó a crecer y su tronco se hizo poderoso mientras se levantaban igualmente las ' columnas de las catedrales góticas. Ahora pervivirá en mi pequeño huerto de atrás gracias a que hubo alguien que en medio de tantas zozobras hace mil años dejó a un lado el pesimismo y escogió en su lugar un esqueje. Contra la fuerza de su savia no ha podido ningún fanatismo. Infinitos gaznates de herejes han sido degollados desde entonces, como las ramas de este olivo han sido taladas. Al final de tanto dolor la humanidad sólo pare más dolor; en cambio este olivo dará un poco de sabiduría a mis amigos.
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