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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ojalá que llueva, aunque sea agua

LA CONDICIÓN de histórica de la sequía es apenas un dato más para los libros de récords o para las rayas de asombro en las paredes de los embalses: es endémica en España y, año tras año, los estíos se hacen trágicos y asolan campos, permiten incendios y aumentan los riesgos de desertización (producida por otras inculturas agrarias). Pero lo que es realmente histórico es el abandono colectivo de la situación, en el que se mezclan indiscriminadamente autoridades nacionales, regionales y locales, además de la insolidaridad de los usuarios, en un enjambre de causas concomitantes. Van desde la lentitud en los planes hidrológicos, que requieren más y más embalses y más canales de comunicación entre ellos y con las vías de agua, hasta las disputas acerca de quién ha de pagar un pozo; y los recelos cainitas por los trasvases y las propiedades de aguas.País de sequías continuadas más que históricas, ha tenido y tiene aún en muchas regiones una delicada legislación sobre uso de aguas; delicada, pero más bien obsoleta: la población es ahora mucho mayor que en los tiempos de las viejas leyes, estamos más necesitados de agua y, según sostienen algunos sabios -aunque otros igual de sabios son escépticos al respecto-, hay unos cambios climatológicos severos en los últimos tiempos. Lo seguro es que ciertos comportamientos humanos han influido, y siguen haciéndolo, negativamente: como las viejas talas en un país del que se contaba que una ardilla podía pasearse desde los Pirineos a Gibraltar sin tocar el suelo, tal era la frondosidad de nuestra flora. Es posible que también influyan factores más genéricos, relacionados con el medio a escala planetaria, como el agujero de ozono, y otros que por su propia naturaleza permanecen secretos (pruebas nucleares, residuos contaminantes incontrolados).

Quiere decirse que nuestro país necesita nuevas y urgentes leyes, desde las que obliguen a la solidaridad de unas regiones con otras por encima de pruritos autonómicos hasta las que traten de evitar los incendios y la consunción del arbolado; y que se alumbren aguas subterráneas, de las que, según los geólogos, abundan por aquí; y precisa, sobre todo, las obras públicas necesarias para embalsar lo que pronto llegará -está llegando- en forma de inundaciones que tal vez también sean calificadas de históricas, pero que igualmente se producen de año en año, con una constancia asombrosa. Y que son capaces de paralizar una ciudad como Barcelona.

Es admirable y digno de todo estímulo el esfuerzo de ahorro del pequeño consumidor; ese pequeño civismo ha permitido un uso del agua que, sin él, hubiera estado ya restringido. Pero es del todo escaso en relación con las necesidades agrarias y con las industriales, y, aunque en estos últimos años ha habido una conciencia del problema y unas mejoras estimables, nos alcanza ya esta otra crisis sin haber puesto los recursos necesarios.

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El hecho de que la escasez sea histórica no debe servir de escudo para defenderse de la imprevisión. Aparte de que los planes hidrológicos deben ser urgidos e incrementados, es preciso que ahora mismo se dicten con carácter de urgencia las medidas que puedan paliar la sed vivida en las zonas más afectadas, aunque sea con la disminución del uso en otras más favorecidas. No nos puede coger otra vez el toro de la desidia.

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