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Las serpientes del metro

Juan José Millás

El segundo acontecimiento más importante de mi vida fue llegar a Madrid; el primero debió de ser nacer, pero quién se acuerda de eso. Sabemos que hemos nacido porque otros nos lo dicen y porque un día, de súbito, vemos en el espejo un cuerpo que se va estirando o ensanchando, según, a medida que el pelo crece en zonas antes despobladas, o se cae, como cuando se desertiza la cabeza y el alma va perdiendo condiciones de habitabilidad. O sea, que el nacimiento propio siempre nos pilla fuera: comprendemos que ya estamos aquí porque al volver del cine alguien nos felicita por haber nacido.La segunda vez que naces, en cambio, te enteras mejor. Yo fui alumbrado por segunda vez cuando llegué a Madrid, a los seis anos, y caí en la estación de Atocha desde un tren con los bancos de madera. Todavía tengo en los muslos sus señales. Luego me metí de la mano de mi padre, que colaboró mucho en este parto, en un túnel que llamaban metro, cuyas paredes estaban llenas de gruesos cables que, con el movimiento del tren, parecían culebras. Esto es lo que más fascina a los niños que suben al metro por primera vez: las serpientes que recorren los túneles entre estación y estación. Lo que uno no consigue averiguar nunca es si la vida se parece más a la estación o al túnel.

Mi padre me dijo que en Madrid uno podía llegar a ser lo que quisiera, porque era una ciudad llena de bibliotecas y museos. Pero me advirtió también de un peligro, o de dos: los tranvías y los coches.

-Aquí, si no llevas cuidado, te atropellan y siguen andando.

Le creí como se creen las cosas terribles que te cuentan cuando acabas de nacer, y crecí, con la idea de que en Madrid uno podía llegar a ser lo que quisiese, gracias a los museos y las bibliotecas, si antes no había sido arrollado por un tranvía. O sea, que esta ciudad era un lugar fronterizo, pues lo que de ella nos contaban eran los relatos típicos de la frontera. Quizá no ha dejado de serlo: si quieres comprobarlo, no tienes más que recorrer la M-40 a la hora del crepúsculo.

El día que llegamos hacía, como ahora, mucho calor, y como hay pocas cosas más irreales que el calor, yo empecé a imaginarme que quizá todo lo anterior tampoco había sucedido. O sea, que quizá me dijeron que había nacido por gastarme una broma, y yo me lo creí, como lo de los museos y lo de los tranvías. Ya se que se trata de un ejercicio imaginario, pero se vuelve bastante real cuando uno asoma las narices a la calle un domingo de verano a las cuatro de la tarde. Si quieres jugar a no existir, date una ducha y sal a la calle a esa hora en que por los poros del asfalto se escapa el humo de los que se queman en el infierno. Verás que todo, incluido tú, es irreal como un desierto.

No existir tiene sus ven tajas, ves las cosas como desde otro lado. Los cinco minutos antes de que esta llara el Universo en medio de la nada debieron de ser como la calle de María de Molina un domingo de agosto a las cuatro de la tarde: había aceras sudorosas, y árboles sedientos, y algún transeúnte, como tú, desplazando su cuerpo, trabajosa mente, como el que intenta llevar su biografía de una ciudad a otra, pero todo eso está filtrado por una luz en cuyas ondas las cosas apare cen y reaparecen como si dudaran entre la disolución o la existencia.

Claro que si te agobia mucho esto de no existir mientras desciendes hacia la Castellana, siempre puedes coger un taxi y meterte en un museo. En Madrid, gracias a los museos y al aire acondicionado, puedes ser lo que quieras. O sea, que con lo único que tienes que tener cuidado es con lo que quieres ser, porque casi todas las formas de ser son un modo de no ser nada.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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