_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Guerra en Europa

Desde el año 1000 hasta 1945, la condición normal de Europa ha sido la guerra. Fueron primero las guerras estacionales entre señores feudales y sus mesnadas por la ocupación y adscripción de nuevas tierras a sus dominios: había una estación de guerra como había otra de cosecha. Se abrió luego, cuando los Estados pudieron garantizar la paz dentro de sus respectivos territorios, el largo ciclo de las guerras entre monarcas por la supremacía europea: la rivalidad de Francia con los Habsburgo españoles y germanos ocasionó más de dos siglos de lo que se ha llamado primera gran guerra europea, en la que acabaron por participar todas las monarquías, de la inglesa a la sueca. No le faltaba razón al abbé de Saint Pierre cuando, "reflexionando acerca de las crueldades, las muertes, las violencias, los incendios y los otros diversos estragos que causa la guerra", se preguntaba "si la guerra era un mal absolutamente irremediable y si era completamente imposible hacer duradera la paz".Saint Pierre escribió su opúsculo casi un siglo antes de que los ejércitos de Napoleón se desparramaran por toda Europa en la más palpable demostración de que la guerra no era una técnica de los señores feudales para aumentar sus posesiones ni un capricho de los monarcas absolutos para incrementar, sus dominios. Apenas apagado el eco de las revoluciones populares, comenzaron las guerras entre naciones que, tras el paréntesis abierto por el Congreso de Viena de 1815, se renovaron con la guerra de Crimea y la franco-prusiana, y llegaron en el siglo XX por dos veces a su culminación en forma de guerra total. Las crueldades, las muertes, las violencias, los incendios y demás estragos provocados durante los dos últimos siglos no tienen parangón posible con lo sucedido desde el año 1000 al 1800. Fue preciso que surgiera el nacionalismo para comprobar hasta dónde puede llegar la crueldad de la guerra, que en nombre de la raza, del pueblo o de la nación no se limita a combates entre soldados, sino que marca como objetivo el exterminio de etnias enteras o el desplazamiento en masa de poblaciones civiles.

Toda esa historia parecía olvidada desde 1945. Pero olvidada gracias a un equívoco, pues la paz que en 1945 se logró establecer entre los Estados de Europa no obedeció a factores políticos que hubieran germinado en nuestro propio suelo, sino a que, al contrario de lo ocurrido en Westfalia en 1648, en Viena en 1815 o en Versalles un siglo después, el garante de esa paz fue una potencia exterior, Estados Unidos de América. Si la paz hubiera dependido de los propios Estados europeos, tal como las cosas quedaron en 1945, con los rusos en Berlín y los británicos en Atenas, pasado algún tiempo, y rotos como siempre los acuerdos alcanzados en la mesa de negociaciones, habría sonado de nuevo la hora de las armas.

De manera que, al final de la Segunda Guerra Mundial, los Estados de Europa occidental dejaron de basar la paz en los frágiles equilibrios firmados por sus sutiles diplomacias para fundamentarla en la contundente hegemonía militar, económica y política de Estados Unidos. Esta circunstancia guarda estrecha relación con el desarrollo de tres procesos que se han revelado decisivos para la paz: la relativa homogeneización étnica de los grandes Estados, con la masiva expulsión de alemanes de los territorios asignados a Francia, Polonia y Checoslovaquia y el consiguiente desarme del irredentismo nacionalista de gran potencia; la evolución interna de cada Estado, con la consolidación de democracias civiles estables y el declive del militarismo; y la aparición, con la Comunidad Europea, de un nuevo sistema político basado no ya en equilibrios de poder entre naciones, sino en la construcción de un incipiente poder supraestatal centralizado.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Pero la naturaleza germinal y el horizonte todavía indeterminado del nuevo poder supraestatal impide hablar de Europa como un único actor político. Es un error decir que Europa se ha mostrado pasiva ante la guerra entre serbios, croatas y musulmanes. Pasivos fueron el Reino Unido y Francia ante Alemania en los años treinta. Europa, sencillamente, no existe como agente político y, por tanto, mal puede actuar en una región que ha seguido durante estos 50 años un camino por completo diferente, del que han faltado las tres condiciones antes mencionadas: la separación étnica, la democracia y una Comunidad política supraestatal. Los mismos factores que explican la primera crisis y la guerra de los Balcanes en los años 1912 y 1913 han saltado de nuevo a la superficie, inmediatamente que la Unión Soviétida se ha mostrado incapaz de sobrevivir, y Rusia de intervenir, y cuando Estados Unidos, ajeno al destino de Europa del Este durante todo este siglo, no tiene allí ningún interés que defender.

Los pesimistas debían recordar, sin embargo, que sin ese conato de poder supraestatal que es la Comunidad Europea y sin ese organismo de la vigilancia armada de Estados Unidos en Europa que es la OTAN, otras naciones balcánicas -Rumania, Bulgaria, Montenegro, Grecia y tal vez Turquía- estarían quizá envueltas en el conflicto, mientras Alemania, Francia, Rusia y el Reino Unido habrían entrado en la fase de gruesas palabras y estarían al borde de reconocer que sus respectivas diplomacias habían fracasado y que sonaba de nuevo la hora de las armas. Todo esto puede parecer extremado y apocalíptico en 1993, pero así sonó ya en 1914 y otra vez en 1939: nadie podía dar crédito a lo que estaba pasando hasta que en efecto las pisadas de los grandes ejércitos asolaron otra vez el suelo de Europa. Sólo hay que pensar en la hoguera que se habría encendido ya en toda Europa si una Alemania desligada de la Comunidad, libre de la vigilancia de la OTAN y tentada a desarrollar una política propia, no limitada a precipitados reconocimientos diplomáticos, hubiera enviado tropas a Croacia para defenderla de Serbia,

Más allá de hipócritas declamaciones sobre la culpabilidad universal, de denuncias parafascistas sobre la estafa que es la democracia y de inútiles lamentos sobre la incapacidad de Europa, las condiciones de una paz que se extienda a todos los países europeos parecen ser las mismas que han hecho posible la paz entre los Estados de Europa occidental: la separación étnica, la fortaleza democrática de cada Estado y la existencia de un poder supraestatal. El problema radica en que no hay separación étnica por mera iniciativa diplomática, sin una previa matanza o sin un ejército de ocupación que la imponga por la fuerza; en que la democracia no es posible bajo el poder de jefes locales armados; y en que cualquier poder por encima de los Estados debe ser ya europeo porque Estados Unidos no puede asumir la función de gendarme universal. Ninguna de estas condiciones es fácil de cumplir, sobre todo la tercera, pues la fortaleza y la debilidad de Europa ha radicado históricamente en su constitución como sistema policéntrico y multiestatal. De ahí que la guerra en la ex Yugoslavia no tenga solución aceptable para todos y de ahí que mientras queden grupos armados o ejércitos del pueblo que pretendan construirse un Estado a la medida de su etnia o de su nación y no cristalice un poder eficaz, militar además de político, por encima de los Estados y las naciones ya existentes, Europa parezca condenada a conjurar periódicamente su milenario fantasma de la guerra: ésa es nuestra tradición más arraigada, ésa es nuestra cultura.

es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales en la UNED.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_