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Entre el placer y la satisfacción

Todo placer quiere continuar sus delicias íntimas, a veces hasta inconfesables, pide "eternidad, una profunda eternidad" (Nietzsche). Entonces, al no poder cumplirse totalmente y dejarnos exhaustos tras sus vibraciones intensas, no es un deseo colmado, sino inquietud dolorosa, anhelo peregrino. El placer repetido, generalizado tampoco nos da satisfacción plena, ni engendra sumisión como pensaba Marcuse, por el contrario crea rebelión furiosa, protesta crítica, quejumbres íntimas, y despierta la conciencia ,de la angustia, ya que no podemos saciar nunca ese apetito sin fin que es el deseo.No obstante, caben diversas posibilidades para calmarlo: buscar inéditos placeres, a veces fantásticos o candorosos, otras refinados y sutiles, o iniciarse en lo desconocido y atrayente de los goces sucesivos. Este trascender continuo del placer permite conservarlo vivo, creyendo gozarlo sin término. Ahora bien, la discontinuidad de la vida placentera, con sus arranques y bruscas rupturas, amarga y desespera el alma hw mana al comprender que, por mucho que se intente eternizarlo, el placer es siempre frágil, parcial y hasta mezquino. En realidad, por más placeres que disfrutemos no proporcionan la alegría definitiva de vivir.

La revolución sexual de los años sesenta que hizo posible realizar el deseo sin sujeciones morales opresivas, significó la conquista de la libertad íntima, y despertó energías revolucionarias que se manifestaron en una intensa capacidad de acción colectiva y solidaria hacia objetivos ideales transformadores del mundo, y suscitó el espíritu de descontento que estalló en Mayo de 1968. Aquellos jóvenes experimentaban ansia de utopías, sueños de viajes a espacios de la infinitud, para alcanzar una felicidad absoluta. La libido ya no es aquel dolor siempre insatisfecho, crea una secreta aspiración al éxtasis definitivo, al arrobamiento místico, pues sólo el letargo del deseo por su completa satisfacción espiritual e imaginativa puede darnos la dicha verdadera. El vuelo arrebatado del deseo convierte el placer en quietud, respirar calmo, in mortalidad pasajera, y quedamos pasmados de placer, embobados de satisfacción. Pasmados están las estatuas, obras de arte, las catedrales góticas, verdaderos muertos inmortales, dice García Bacca en su obra Vida, muerte e inmortalidad. Pero los seres que se quedan yertos, eternizados como dioses, ya no son humanos porque no sufren el devenir del tiempo y tampoco el descontento,del deseo anhelante, inmersos en la pasividad inerte de la frialdad marmórea. Al decepcionar esta frigidez, el placer real nos condena de nuevo a una búsqueda tenaz aguijoneados por el deseo. Así, pues, el éxtasis del orgasmo místico o carnal tampoco nos satisface completamente, porque el placer egotista crea displacer, inquietud permanente y aciaga, pues quizá nuestros placeres sean dolores mitigados (Schopenhauer).

El placer compartido, esa vibración simultánea de los cuerpos que demostró Wilheim Reich, es la fuente de una melodía de continuas delicias del recuerdo que renuevan el deseo. El placer real, auténtico es la serenidad lograda, "el eje diamantino de paz" (Juan Ramón Jiménez), la calma del corazón hirviente, una Holanda de la quietud o una Castilla remansada. Es descubrir en el cuadro La vista, de'DeZft, de Vermeer, '7e petit pan de mur Jaune " que, según Marcel Proust, es el signo plástico de una vida placentera que discurre en la morada íntima del Yo. Existen dos caminos para llegar al verdadero placer: el de la inmanencia, que siguió santa Teresa ahondando. en sí misma hasta encontrarse, y el de la trascendencia de san Juan de la Cruz, el viaje hacia el Uno absoluto para abrazarle, olvidando en este largo caminar todo lo terrestre para llenarse de esperanza. Pero tanto el descenso en la morada interior como el vuelo al infinito nos deja postrados, exánimes, indiferentes. Entonces descubrimos, como animales terrestres, la exaltación, esa búsqueda ansiosa del deseo que nos lanza por las calles de París o de Berlín a protestar vehementemente contra el sufrimiento y desesperación de vivir.

Si el placer atormenta porque no dura, la satisfacción ofrece goces materiales que nos dejan contentos y permiten cerrarnos en nuestra vida privada. La sociedad de consumo brinda la posibilidad de comprar objetos útiles y hasta superfluos, o adquirir siempre otros nuevos que nos regocijan, proporcionándonos el bienes tar, el equilibrio psíquico y la estabilidad moral necesaria. En su obra La cultura de la satisfacción, Galbraith sostiene que existe una mayoría satisfecha en el mundo occidental, y 4uie nes la componen piensan que merecen la prosperidad que disfrutan, porque la han conquistado por un trabajo tenso, arduo, a veces arriesgado y, sobre todo, agobiante. Por ello están satisfechos en la sociedad de la abundancia y desean prolongar muchos años pues, sin duda al guna, proporciona múltiples placeres domésticos para enriquecer el hogar con cuadros valiosos, muebles de lujo y otros bienes que al contemplarlos llenan de satisfacción. Sin embargo, este bienestar está oscurecido por una presencia cuidadosamente silenciada: la subclase marginal que no participa de esta satisfacción generalizada ni del dinero suficiente para comprar lo que desea, limitada a satisfacer sus necesidades vitales primarias. Afirma Galbraith que la amenaza a la cultura de la satisfacción son las crisis y re cesiones económicas, y las de presiones anímicas que suscitan. Ahora bien, aunque la satisfacción llegue a universalizarse- dándonos la seguridad necesaria, nos priva del ímpetu del deseo, lo adormecé y ya no buscaremos nuevos regocijos. En este sentido, si el placer no nos satisface, tampoco la satisfacción ofrece el placer-desinteresado de vivir.

Por otra parte, en la clase media son visibles las desigualdades entre los que poseen bienes más confortables y otros que no pueden tener acceso a ellos. El economista británico Fred Hirsch, en su obra Los límites sociales al crecimiento, señala, como un fenómeno de las sociedades desarrolladas, la paradoja de la afluencia: "El usodel bien de consumo procura menos satisfacción en la medida que produce un aumento de la disponibilidad material de esos productos". Así se llega a una situación en que los hombres sólo saben gozar placeres auténticos cuando consumen lo que otros no pueden adquirir, y la envidia se generaliza como el único placer de la cultura de la satisfacción. El resentimiento en la moral colectiva disminuye el placer cuando poseemos lo que a otros les está vedado. También el afán de comprar siempre lo que deseamos y no lo que realmente podemos, nos roba tiempo para el contacto social, el diálogo íntimo, la fraternidad amistosa que constituyen, como todos sabemos, los placeres más ricos y sólidos de nuestras vidas.

En suma, la experiencia del placer libertino origina insumisiones, justas cóleras, furias destructoras contra el orden social establecido, pero también, subversiones utópicas sin ideales teóricos ni objetivos precisos, y demostraciones narcisis- ' tas de un egotismo ingenuo. A su vez, la vivencia de la satisfacción capitalista provoca debilidad de carácter, sumisión hasta llegar a humildades inútiles, aislamiento de los otros hombres, fetichismos melancólicos, adoraciones idolátricas, orgullos empecinados, rivalidades hostiles que llegan a odios profundos, terribles soledades, ensimismamientos tristísimos.

El placer incita la esperanza de un futuro mejor; la satisfacción, al aferrarse tan sólo a la realidad presente, crea un *desesperado estado de ánimo. El libertario libertino es el hombre del mañana, y el burgués satisfecho, acomodado, pertenece al pasado de la humanidad.

Carlos Gurméndez es ensayista, autor de El yo y el nosotros.

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