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Días de transición

El extranjero que ama Italia se dejó cegar por el entusiasmo. En los años ochenta, por ejemplo, fabulaba sobre un segundo milagro económico, exaltaba la creatividad italiana por haber inventado soluciones empresariales poco ortodoxas, despachaba incluso las contradicciones de la política italiana considerándolas una manifestación de vitalidad y de fantasía. Daba de lado, de este modo, a la realidad: una explosión de riqueza falsa por estar cimentada en una creciente e insostenible deuda pública; una Administración estatal de incomparable -y también, por supuesto, fantasiosa- ineficacia; un sistema político en que las burocracias de partido se habían transformado en satrapías asiáticas o en nomenklaturas como las de los países del Este y que utilizaban, cada recurso público como propiedad privada y personal, transformando en rutina la corrupción más desenfrenada.Hoy, con la misma lógica ilusionista, el extranjero que ama Italia tiene que inventarse un país donde hay en marcha una auténtica revolución, donde los malos de ayer (es decir, de esos mismos anos ochenta tanto tiempo exaltados) serán apartados de la escena pública, y donde la práctica totalidad de los ciudadanos, abandonando la costumbre y la genialidad del arte de apañárselas, descubre por fin el valor irrenunciable de la legalidad. En resumen, en los -últimos tiempos, a través de la investigación judicial Manos Limpias y dos referendos sobre las leyes electorales, los italianos recuperan de manera intensiva y pacífica lo que faltaba a su historia: la Reforma y la Revolución, Lutero y Jefferson, los puritanos y los jacobinos, y todo a la vez.

Las cosas, lamentablemente, son me nos idílicas. El impulso hacia una renovación existe, no hay duda, pero va acompañado por una resistencia extraordinaria de las viejas clases dirigentes y, sobre todo, por una ola de transformismo, vicio histórico por excelencia en la península. En Italia, vivimos los días de los camaleones: entre los periodistas de la televisión estatal no es posible encontrar a un socialista ni pagando su peso en oro, y, sin embargo, se trata de las mismas personas que hace pocos meses hacían una reverencia hasta el suelo con sólo oír el nombre de Bettino Craxi. Y los innumerables empresarios que han hecho fortuna gracias únicamente a sus protectores democristianos están, naturalmente, en primera línea a la hora de denunciar el escándalo de los lazos entre política y religión, por no hablar de los laicos, o sea, esos pequeños partidos (y los aún más pequeños intelectuales orgánicos) de inspiración liberal y socialdemócrata (pero de conducta completamente distinta), que han servido como correveidiles en el matrimonio de régimen y desgobierno entre socialistas y democristianos.

Ahora, todos en Italia cambian de chaqueta, de colores, de banderas, de nombres, lo que demuestra qué actual es la frase pronunciada por el príncipe de Salina en una novela ya clásica (El Gatopardo, de GiuseppeTomasi di Lampedusa): "Es necesario que todo cambie para que todo siga igual". Esto, por cierto, es lo que están intentando hacer, y con muchas posibilidades de éxito, los incontables gatopardos de la política, del periodismo, de la empresa italiana.

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Que quede claro, Italia vive un periodo de rupturas verdaderas y profundas, de transformaciones innegables, pero que constituyen la apuesta en un juego en absoluto concluido, en una revolución que podría iniciarse de verdad, pero que podría, por el contrario, ser el principio de una contrarreforma o incluso de una dramática división del país. De todas formas, examinemos algunas novedades hasta hace pocos meses inauditas e impensables.

Giulio Andreotti y Bettino Craxi, los hombres más poderosos del país, ya no cuentan, y si no gozaran de inmunidad parlamentaria, estarían a estas horas en prisión. Algunas de las acusaciones de los jueces -concretas,' detalladas, múltiples, apoyadas en testimonios y comprobaciones- son de cadena perpetua, y hablan no sólo de corrupción, concusión, bancarrotas fraudulentas, etcétera ' sino (en el caso de Andreotti) de asociación de tipo mafioso con fines delictivos. Así, bajo acusaciones tan graves, han terminado las carreras de todos los ministros" importantes (en primer lugar, los de Interior, Defensa, Justicia, Asuntos Exteriores, Sanidad) y de numerosos alcaldes, además de los secretarios del partido de la mayoria.

Que quede claro: tales acusaciones no son -ni era- inauditas, sino que resultan muy creíbles. Lo impensable era el hecho de que por fin se formularan, que terminara la impunidad y la intangibilidad de esos personajes de los que tanto se rumoreaba.

Los jueces, en suma, han comenzado a cumplir con su deber (olvidado demasiadas veces a lo largo de los años ochenta), que es el de obedecer sólo a la ley y el de no hacer distinciones entre el ciudadano excelente y el ciudadano tout court. Alguno" por lo demás, lo había intentado ya en esos años rampantes. El juez Carlo Palermo, que había identificado mecanismos y fuentes de financiación del partido socialista, conectados no sólo con las tangentes sino también con tráfico de armas, vio cómo le apartaban de las investigaciones y le transferían a Sicilia, donde, apenas llegado, sufrió un atentado (se salvó de milagro, y sólo porque, cuando estalló la bomba, pasaban junto a él una madre y dos niñas, que murieron en su lugar),.

También muchos otros jueces habían identificado no sólo casos graves de corrupción, sino elementos inquietantes de una conexión entre políticos, masonería, Mafia, servicios secretos desviados; investigaciones puntualmente bloqueadas, o interrumpidas por la muerte de los jueces, de los policías, de los carabineros que llevaban a cabo las indagaciones.

Es del todo falso, por tanto, que haya hoy en Italia una especie de extrapoder de los jueces. Todo lo contrario. Hubo, en los años ochenta, una sumisión inconstitucional de demasiados jueces al poder político en el Gobierno. Y, por ello, una propagación de la ilegalidad a todos los niveles, comenzando por el más alto (donde la corrupción se convirtió en una auténtica hybris).

Y, de nuevo ahora, los jueces son atacados con cualquier pretexto por una clase dirigente que no tiene intención de abandonar el poder. Así, el suicidio de un inculpado se instrumentaliza para lanzar campañas difamatorias contra los magistrados, y para preparar leyes que no sólo reduzcan la autonomía del tercer poder, sino que pongan un bozal al cuarto.

Con esto no quiero decir que vaya a triunfar esta contraofensiva reaccionaria (que, además de con los viejos exponentes de la nomenklatura socialista y democristiana, cuenta con el líder radical -aunque ahora conservador- Marco Pannella, con el movimiento católico fundamentalista Comunión y Liberación -muy cercano al Papa- y, sobre todo, con las cadenas televisivas del caballero Berluscon¡). Por desgracia, las raíces de la revolución de la legalidad no son muy profundas. No es extraño, de hecho, que los sectores (minoritarios) de la sociedad civil que en los años ochenta se opusieron con valor y firmeza al régimen de la nomenklatura socialista y democristiana sigan siendo acusados de extremismo, fanatismo, moralismo, en vez de serles reconocido el mérito de la lucidez, de la coherencia, de haber tenido razón anticipadamente.

Los electores de Milán, por ejemplo, han elegido a un alcalde de la Liga Norte, y lo han preferido a Nando dalla Cuiesa, es decir, el único oponente verdadero del craxismo en la capital lombarda en los años ochenta (su revista Sociedad civil denunció precisamente los escándalos que luego sacarían a la luz los jueces). Que quede claro: la Liga Norte de Umberto Bossi no es un movimiento comparable al del francés Le Pen. Sin embargo, no hay duda de que es un movimiento bastante ambiguo, -con vocación populista, que muestra un desprecio considerable hacia el papel de la prensa y de más medios de comunicación (Bossi ha amenazado en más de una ocasión a los periodistas, incómodos), que atrae y amamanta instintos elementales de tierra y sangre, y que por boca de su ideólogo, el profesor Miglio, teoriza acerca de una magistratura jerarquizada y subordinada al poder ejecutivo.

Si la necesidad de los ciudadanos de romper con el pasado favorece masivamente a la Liga, sobre todo en el norte, se debe también, y quizá principalmente, a la debilidad y a las contradicciones de la oposición tradicional de izquierda. Una nueva formación, Alianza Democrática, que debería haber' unido en una plataforma liberal

los católicos de Mario Segni el hombre que instigó el referéndum), a los laicos activos en la sociedad civil, a los Verdes, a los ex comunistas del Partido Democrático di Sinistra (PDS) y a las nuevas fuerzas de la Rete (el ex alcalde anti-Mafia de Palermo, Leoluca Orlando, y Nando dalla Chiesa), se ha reducido, en cambio, a una operación de pequeño cabotaje, lastrada fuertemente por el peor de los transformismos. El PDS, Rete, los Verdes se han quedado fuera, mientras que hasta los representantes del Opus Dei han podido entrar.

Por otra parte, en el terreno de las nuevas reglas electorales y constitucionales la confusión alcanza ahora su grado máximo. El Parlamento actual intenta prolongar con tretas su supervivencia (que para unos 200 diputados y senadores significa también evitar la cárcel): la ley electoral sigue sufriendo modificaciones, de modo que no se sabe cuándo habrá elecciones, al mismo tiempo que se avanzan sin cesar propuestas de ley que impedirían a los jueces proseguir las investigaciones contra La corrupción política y sus relaciones con la Mafia. Como decorado, una crisis económica que pasado el verano se agravará, unos impuestos elevadísimos (aparte de mal distribuidos), un déficit estatal de vértigo.

Y una amplísima mayoría de ciudadanos que ha participado hasta ahora pasivamente, como espectadores satisfechos (en el mejor de los casos). Y que en el sur, además, a menudo demuestra de mil formas una resistencia, sorda pero eficacísima, a lo nuevo y a las nuevas responsabilidades que se exigen a cada uno.

Por eso, nada está solucionado en Italia en nuestros días. Días, ciertamente, de transición, porque se han abandonado para siempre los viejos anclajes. Pero no hay nada seguro respecto a cuál será el lugar del nuevo amarre.

Paolo Flores d'Arcais es filósofo y director de la revista Micromega.

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