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Crítica:JAZZ: 28º FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Los espíritus veloces

La jerarquía que dicta la celebridad, por lo general bien distinta a la que aconseja el buen juicio artístico, determinó que el cuarteto del contrabajista Charlie Haden saliera por delante del trío del guitarrista John MacLaughlin. En consecuencia, el primero se vio obligado a administrar cuidadosamente su tiempo para ofrecer uno de los mejores conciertos del festival, mientras el segundo dispuso de minutos a raudales para evidenciar una alarmante falta de ideas. Obviamente, debería haberse invertido el orden.Haden montó un pequeño estudio de grabación sobre el escenario. Tras saxo, piano y batería, situó una barrera acústica para que su oído, extraordinariamente sensible, distinguiese mejor el sonido solemne y profundo del contrabajo. Así es su mundo expresivo: poético y atento al detalle. En apenas una hora expuso un rico y variado repertorio basado en piezas propias, de Charlie Parker y de Warne Marsh. Maravillas como Segment background music, Hello my lovely y First song fueron mimadas por el apasionado saxo tenor de Ernie Watts, el cultísimo piano de Alan Broadbent (director musical de Nathalie Cole) y la dulce batería del histórico Larance Marable.

Cuarta jornada de Jazzaldia

Charlie Haden Quartet West, John McLaughlin y The Free Spirits, Jam session, dirigida por Delfeayo Marsalis. Plaza de la Trinidad y terraza del Ayuntamiento. San Sebastián, 26 de julio.

Desde su instrumento, Haden distribuyó con mano maestra las masas sonoras hasta obtener un resultado original y equilibrado. Tuvo, además, el buen detalle de acabar su actuación deseando suerte al renacido festival donostiarra.

Es indudable la importancia histórica de John McLauglilin. El británico ha capitaneado avances significativos para la guitarra moderna y ha abierto espectaculares cauces técnicos, adoptados con avidez por la mayoría de sus colegas, pero no termina de sacudirse de encima cierta tendencia a picotear alocadamente en estéticas algo trasnochadas y a venerar la quinta marcha de su instrumento. Más que Los Espíritus Libres, su último grupo debería llamarse Los Espíritus Veloces. Dennis Chambers, batería muy apreciado en un círculo musical regido por la fuerza bruta, practica una forma de percusión decididamente gimnástica, rebosante de bíceps y plagada de golpes centelleantes, como si se defendiese de mil enemigos a la vez. El joven Joey de Francesco conoce tan bien el funcionamiento del órgano Hammond que no resiste la tentación de demostrar, una y otra vez, sus múltiples ventajas; con la trompeta, en cambio, es todo contención y hondura: nota por nota, la misma contenida hondura que era patrimonio exclusivo de Miles Davis.

El grupo tan pronto parecía una Mahavishnu Orchestra en pequeño como un trío típico de los años cincuenta en grande. Como se ve, faltaba sentido de la proporción y, sobre todo, personalidad de grupo.

McLaughlin, de vuelta a su faceta eléctrica después de un largo periodo dedicado a la fórmula acústica, correteaba por el mástil en persecución de no se sabe qué nota perdida, y abusaba de las aceleraciones bruscas y los frenazos en seco para deleite de los coleccionistas de anécdotas guitarrísticas. Pobres recursos para todos los demás. Un sector del público empezó a impacientarse y la cosa hubiera ido a más si Chambers no hubiese mediado con un larguísimo solo, inofensivo en lo musical, pero francamente aprovechable en lo visual. Finalmente, el raudo trío de McLaughlin triunfó.

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