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"Mos italicus"

La investidura de Felipe González y la subsiguiente formación del Gobierno han configurado una legislatura que aspira a ser larga y, salvo inmensos errores, lo será. La esperanza en la recuperación económica, la reorganización interna del partido y su nueva estrategia social, amén de otros factores personales, si los hay, llevarán al presidente del Gobierno a retrasar lo más posible la disolución. La estabilidad obtenida, que de él solo depende mantener e intensificar, se lo permitirá.Con ello se habrá conseguido la repetición en España del modelo político italiano, algo que ya anuncié en la primavera de 1990.

Conio en Italia hasta hace pocos meses, gobierna un partido hegemónico -el PSOE aquí, la Democracia Cristiana allí-que, o bien obtiene la mayoría absoluta, o bien la completa con partidos menores que participan en el Gobierno o garantizan un apoyo de legislatura -los laicos allí, los nacionalistas aquí-. Por su extremo, el partido gobernante aparece flanqueado por una minoría -Izquierda Unida aquí, los misinos allí- con la que mantiene malas relaciones, pero con cuya benevolente abstención, cuando menos, podrá contar, si no a la hora de la investidura, sí para hacer frente a la otra banda del espectro político. Tras los ataques de Ribó a González, ¿considera el lector posible que apoyara Izquierda Unida la alternativa de Aznar como presidente del Gobierno?

Y ésta es la cuestión. En Italia, como en España, la única alternativa a todo lo demás, y por ello mismo inviable, es hoy un gran partido siempre en crecimiento, cada vez más cerca del poder y sin alcanzarlo jamás: el Partido Comunista Italiano y el Partido Popular. ¿Acaso nuestra generación no ha pasado su infancia y juventud, ilusionada o atemorizada, según los casos, con la inminente victoria de los comunistas en Italia? Ahora bien, lo que los italianos llamaban el "factor K" impedía la victoria, y el "factor K" no era otro que la desconfianza que a los electores inspiraba, en último término, el cambio comunista. Por eso mismo no faltaban electores de izquierda que, en el secreto de la cabina, daban su voto a la Democracia Cristiana. La sátira de Guareschi podría servimos en España de espejo. Si el Partido Comunista Italiano inspiraba temor por la opción que suponía, el Partido Popular lo inspira porque nadie sabe a ciencia cierta en qué consiste su opción.

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Italia demuestra que el modelo puede durar.

No faltará en el PSOE, como abundó en la Democracia Cristiana, quien apueste por la estabilidad de una alternativa, a la que es, en último término, fácil vencer, precisamente por el miedo, expreso o tácito, que su victoria es capaz de causar.

Y tras establecer los paralelismos, extraigamos las consecuencias. El modelo italiano no es bueno para ninguna de las fuerzas políticas implicadas, ni lo es para el Estado.No lo es, desde luego, para el PP, por mucho que haya incrementado su voto. También crecía el Partido Comunista Italiano y por no ganar nunca, acabó disolviéndose. Un partido no vive, aunque sí puedan vivir sus dirigentes, para alcanzar victoria tras victoria sobre sus críticos intemos y sus competidores externos. Ayer, la UCD residual (1982) o la operación Roca (1986), hoy el CDS. Un gran partido necesita gobernar al fin. Y sólo el triunfo en las urnas o la esperanza en las legiones soviéticas mantenía con vida al comunismo italiano. Como el éxito se sabía imposible, al desaparecer las legiones el partido comunista desapareció también como tal. En España, felizmente, sólo existe la alternativa del triunfo democrático.

Por eso, para vencer alguna vez, el PP debiera eliminar el "factor K". La desconfianza que inspira y que impide el voto primero y el pacto después. Ello requiere hacer algo diferente de lo hasta ahora hecho, que, si no ha dado resultados en la más favorable de las ocasiones -crisis económica profunda, deterioro de la imagen socialista, división interna del partido-, difícilmente lo dará en el futuro. Si, como estaba cantado, aunque se pretendiera decir lo contrario, el electorado español no iba a responder ni responderá al mos gallicus -la nueva mayoría francesa del mes de marzo-, la derecha política española y la social también deberían hacer examen de conciencia.

Pero la tranquilidad que la versión española del "factor K" proporciona al PSOE puede resultarle también fatal, como al final lo ha sido para la Deinocracia Cristiana, y sabido es que en el déjà vu el ritmo temporal tiende a acelerarse.

Para triunfar no basta con la descalificación del adversario; es preciso no ser descalificado pór el propio electorado. Algo que el pasado 6 de junio evitó el candidato González. Un elemento que no es indefinidamente repetible por su propia índole personal.Pero la suma de descalificaciones y desconfianzas es lo que ha producido la crisis de los grandes partidos italianos y la emergencia de las ligas, el gobiemo de los funcionarios judiciales y lo que aún haya de venir, que no será mejor. A consecuencia de todo ello, la subsistencia política del sistema y la propia integridad territorial del Estado se han puesto en tela de juicio en nuestro vecino mediterráneo.

Y en España se dan las condiciones objetivas para reiterar la experiencia si no se pone remedio a tiempo. El desprestigio de los partidos, la progresiva territorialización del poder, que no tiene que ver tanto con las fuerzas regionales como con las posibilidades que abren las circunscripciones electorales, e, incluso, la tensión entre regiones tributarias y regiones subvencionadas, entre sectores sociales cotizantes y sectores sociales pensionados.

Evitar la explotación demagógica de esta situación requiere hacer de las fuerzas políticas algo funcional, democrático y transparente; abierto a sus propios militantes primero, a sus votantes y a la sociedad toda, después. Capaces de dialogar entre sí, de permitir el diálogo en su seno y de fomentar el de electores y elegidos. ¿Se va a acometer el empefío? Es curioso que, al hablar del impulso democrático, todos hayan olvidado la reforma del sistema electoral.

Si, tranquilizadas por los encantos de la inercia, las grandes fuerzas políticas no abordan en serio su autorrefórma, cambiarán, como han cambiado en Italia, no ya los equilibrios interpartidarios, sino el propio mapa de las fuerzas y los partidos. Y será de desear que el cambio no sea protagonizado por fuerzas antidemocráticas o por aventureros ansiosos de poder personal.

Ojalá ésa sea la hora, no de los salvadores, sino de los servidores. Si es que, para entonces, los hay.

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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