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El G-7 y la ayuda a Rusia

Mientras los líderes del G-7 debaten en Tokio la cuestión de la ayuda a Rusia, les convendría evitar tres falacias fundamentales que han marcado el planteamiento occidental ante este tema de vital importancia:1. Que la afluencia de capital occidental es el remedio decisivo para la crisis sistémica de Rusia.

2. Que Rusia debería emular la reforma económica y política tipo big bang de Polonia.

3. Que puede ignorarse sin peligro la Otra mitad de la antigua Unión Soviética.

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Que no se malinterprete lo que aquí quiere decirse: Rusia necesita y merece ayuda occidental. Pero la ayuda a Rusia no puede ser un remedio para salir del paso. Tiene que ser una empresa a largo plazo, llevada a cabo sobre la base de una estrategia sólida y estructurada por etapas, que tenga en cuenta la compleja interacción entre cambio político y reforma económica. Por encima de todo, los líderes occidentales deben tener cuidado de no precipitarse y adoptar políticas definidas por suposiciones peligrosamente equivocadas.

El hecho simple es que el dinero per se no es la solución. Si lo fuera, Alemania del Este -con una población de 16 millones de habitantes y que ha recibido durante tres años seguidos unos 100.000 millones de dólares al año- sería un éxito clamoroso. Es un desastre económico. Tanto a Hungría (que ha sido el objetivo predilecto de la inversión occidental en Europa central, al atraer más de 4.000 millones de dólares en los dos últimos años) como a la antigua Checoslovaquia (que ocupó el segundo lugar con unos 2.000 millones de dólares) debería irles mejor que a Polonia (q ue se ha visto menos favorecida que sus dos vecinas). Sin embargo, Polonia va por delante de Hungría y de los dos Estados sucesores de la antigua Checoslovaquia en el proceso de transformación poscomunista; su porcentaje del PIB derivado del sector privado es ahora superior, y la suya es la única economía poscomunista que registra realmente una tasa de crecimiento.

A la antigua Unión Soviética, que ha recibido a finales de los años ochenta y principios de los noventa unos 86.000 millones de dólares en préstamos, subvenciones y créditos privados y gubernamentales, debería irle considerablemente mejor que a China, donde la inversión y los préstamos extranjeros durante la pasada década y media ascendieron a un total de aproximadamente 50.000 millones de dólares. Sin embargo, como los propios rusos reconocen con pesar, China lo está haciendo notablemente bien mientras Rusia se queda boquiabierta. La realidad básica es que los chinos han sido decididos y sistemáticos en sus reformas, y el capital occidental ha reforzado una política económica inteligente, mientras que los rusos han sido derrochadores e incoherentes, y el capital occidental ha servido en gran medida para financiarles una juerga. Vale la pena señalar aquí que gran parte del dinero de la ayuda también ha sido subrepticiamente reciclado y ha vuelto a los bancos occidentales. Cuando hace poco le dije en Moscú a A. Volskiy, presidente del Sindicato Ruso de Industriales y Empresarios, que se calcula que unos 17.000 millones de dólares han sido malversados, respondió riéndose: "No, ¡son 23.000 millones!". Un reciente análisis financiero japonés eleva la cifra a 40.000 millones.

Todo esto ha tenido un impacto psicológico negativo en las masas rusas: se han fomentado las expectativas sociales, se ha equiparado la libre empresa con corrupción, y se ha suscitado el resentimiento patriotero por la situación de dependencia y humillación.

El punto clave que hay que tener presente es que el capital extranjero puede ser de utilidad decisiva sólo si se orienta con precisión, se controla con efectividad y se inyecta justo en el momento adecuado. Tiene que llegar después de que se hayan creado las condiciones previas políticas y económicas necesarias para optimizar el impacto de esa entrada de capital -como fue el caso en Polonia en 1990 con la adopción de la dolorosa, pero con el tiempo muy satisfactoria, política de estabilización-. Pero, a largo plazo, el capital extranjero no puede sustituir el esfuerzo interno, derivado de una administración política eficaz y comprometida con una política coherente de reformas progresivas.

Por encima de todo, es importante darse cuenta de que la experiencia mas positiva de Polonia, Hungría y Checoslovaquia enseña que hay diferentes etapas en el proceso de cambio poscomunista. La primera, y la más crítica, es la de estabilización económica y transición política simultánea (con esta última prioritariamente centrada en la creación de la infraestructura necesaria para posteriores cambios). En esta primera etapa es en la que más decisiva resulta una ayuda occidental oportuna -y su oportunidad es más importante que su alcance-.

Una vez atravesada esta etapa, el cambio puede centrarse en una transformación económica más ambiciosa (por ejemplo, la privatización) y en una estabilización política más amplia (es decir, la instauración de un sistema parlamentario estable). Europa central se encuentra ahora en esta segunda fase. Como cabría esperar, cada vez se atrae más capital extranjero, pero el acceso a los mercados occidentales (aspecto en el que la Comunidad Europea ha sido mezquina) se vuelve en esta fase incluso más importante para el éxito de la transformación que una ayuda externa constante. Estas etapas no pueden abreviarse, y habrá que tener esto presente cuando se piense en Rusia.

Lamentablemente, en Rusia, las condiciones previas necesarias aún no existen del todo, ni siquiera para la primera etapa. La élite política reformista que está en la cúpula carece de una base política organizada eficazmente (como la que proporcionaban en Polonia Solidaridad y la Iglesia católica). La Rusia poscomunista aún no ha creado la infraestructura política y legal / normativa requerida, capaz de ofrecer confianza al capital extranjero. Se hacen y deshacen. tratos, y la confusión jurisdiccional se ve agravada por los frecuentes cambios políticos y una corrupción que lo impregna todo. En resumen, Rusia carece del consenso reformista de Polonia o de la disciplina autoritaria de China.

La experiencia de los últimos años muestra, por consiguiente, que la concentración corta de miras de Occidente en la dimensión económica es errónea. El escenario político es decisivo para un cambio efectivo, y la afluencia de dinero occidental no lo compensará. Como tampoco lo hará la defensa de una rápida liberalización y privatización económica. El llamado planteamiento big bang funcionó en Polonia porque, además de unos factores políticos críticos, la sociedad y la economía estaban predispuestas para dar una respuesta favorable a la liberalización de las fuerzas de mercado. Los principios de la oferta y la demanda podían funcionar en una sociedad en la que ya existía una importante segunda economía (como también era el caso en Hungría), así como una agricultura completamente descolectivizada.

No sólo ése no es el caso en Rusia, sino que, para empeorar las cosas, su Gobierno sigue fo-

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Zbigniew Brzezinski fue consejero de Seguridad Nacional durante la presidencia de Jimmy Carter.

El G-7 y la ayuda a Rusia

Viene de la página anteriormentando tendencias hiperinflacionistas al imprimir dinero para subvencionar su industria. Como expresó de manera bastante original el primer ministro Chernomyrdin: "Nuestro país, con su poderosa infraestructura, con su riqueza y recursos, no debe convertirse en un país de pequeños tenderos... Ninguna reforma puede funcionar si destruimos totalmente la industria". En la muy monopolista economía rusa, y en el escenario de una anarquía política en expansión, un big bang ruso produciría con toda certeza un bang [una explosión], pero, con toda probabilidad, de una naturaleza bastante diferente: de caos económico, hiperinflación y extremismo político.

Por eso habría que poner un énfasis prioritario, tanto por parte de los reformistas rusos como de sus amigos occidentales: a) en una reforma política global, a través de la rápida adopción de una nueva Constitución, a través de la formación de un partido político centrista reformista que sea capaz de recabar el apoyo popular, a través de la pronta adopción del marco legal / normativo necesario para garantizar la confianza de los inversores privados nacionales y extranjeros; b) en la subordinación del banco central a una estricta disciplina monetaria; c) en una arrolladora descentralización de las estructuras gubernamentales rusas para así propiciar la iniciativa local, especialmente en esas periferias regionales de: Rusia que pueden convertirse fácilmente en extensiones de zonas externas pero contiguas de prosperidad económica; d) en la inversión extranjera en los objetivos específicos que más probabilidades tengan de generar ingresos en divisas para Rusia en un futuro relativamente no muy lejano; y e) en general, en un planteamiento que insista en cambios económicos de abajo arriba y no en medidas administrativas de arriba abajo.

Por último, un programa de ayuda occidental debe estar guiado por una clara definición de los propios intereses geopolíticos occidentales en la transformación de la antigua Unión Soviética. Una política centrada fundamentalmente en Rusia no sólo choca con la realidad económica, sino que está en conflicto con los intereses geopolíticos occidentales. Es necesario un planteamiento más amplio, más global.

Occidente debería ser consciente de que la antigua Unión Soviética creó un espacio económico común basado en una interdependencia monopolista. Por consiguiente, centrarse exclusivamente en Rusia e ignorar las necesidades de toda una mitad de la antigua población soviética -unos 150 millones de personas organizadas en una docena de Estados independientes- es incitar el desastre económico y fomentar intentos políticamente regresivos de recrear, bajo alguna nueva etiqueta, el viejo imperio. Los Estados no rusos atraviesan una crisis tan profunda como Rusia: la primavera pasada, los dirigentes del FMI calcularon que necesitarán una inyección de no menos de unos 20.000 millones de dólares, frente a los 24.000 millones de Rusia, para evitar el hundimiento de la economía. Pero Occidente ignora en gran medida sus necesidades.

Un hundimiento de la economía en Ucrania, el más extenso de los Estados no rusos, también afectaría negativamente a la economía rusa, y la arrastraría en su caída. Al mismo tiempo, el vacío de poder alrededor de Rusia animaría a los elementos más patrioteros de Moscú a intentar una ambiciosa restauración del imperio. En efecto, incluso aunque Rusia lograra de alguna manera permanecer inmune al caos económico circundante, es difícil imaginar qué interés concebible podría tener Occidente en contribuir a una situación en la que una Rusia con éxito económico tuviera que vérselas en la puerta de al lado con una Ucrania aislada y que se tambalea peligrosamente. El hecho es que, sin Ucrania, Rusia deja de ser automáticamente un Estado imperial y tiene, por consiguiente, mayores oportunidades de convertirse en un Estado europeo democrático y normal.

Por todo ello, Occidente no debería vacilar a la hora de dejar claro que la consolidación del nuevo pluralismo geopolítico en el espacio antes ocupado por la Unión Soviética es uno de los objetivos principales de su política de ayuda. Esto significa claramente que Occidente no debería permitir que el Kremlin asuma ningún papel político especial en ese espacio, como ha venido reivindicando últimamente. Y significa también que Occidente debería procurar deliberadamente fomentar el surgimiento en ese espacio de una comunidad estable de países cooperativos, que practiquen un comercio libre y abierto entre ellos y que se beneficien en común de la asistencia occidental.

Por consiguiente, un programa a largo plazo de ayuda occidental debería estar dirigido a todos los países de la antigua Unión Soviética. Un paquete revisado del G-7 para Rusia debería ir acompañado de un paquete del G-7 para Ucrania. Esa ayuda podría ser más eficaz si incluyera cierta división de la labor, con Japón concentrándose más en el extremo oriente de Rusia y en las repúblicas de Asia central, Alemania haciendo especiales esfuerzos en Ucrania, así como en las regiones occidentales de Rusia (es decir, San Petersburgo), y Estados Unidos desarrollando también proyectos conjuntos con algunos de los Estados no rusos clave (como Ucrania y Kazajstán), además de cooperar con Rusia en sus proyectos de reforma.

Un programa de esa amplitud supondría una verdadera respuesta a las auténticas necesidades económicas y a los intereses políticos de todos los pueblos afectados, especialmente los rusos, que tanto tiempo llevan sufriendo la pobreza y la dictadura como coste inevitable del imperio. A finales de los años cuarenta, la idea de una Europa cooperativa proporcionó la base para un compromiso constructivo entre Estados Unidos y Europa y para la recuperación democrática de Alemania. Nuestro objetivo para finales de los años noventa debería tener la misma amplitud de miras.

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