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Premio

Mi desmesurado afán de honores, mi apetito incontrolado de colgarme pins y que así la gente se admire de los servicios que he debido prestar a la humanidad para hacerme acreedor a ellos, me ha producido más de un quebradero de cabeza. El último, un incidente que al parecer, según cuenta don Julio Feo en sus recientemente publicados recuerdos, nos enfrentó a él y a mí por un quítame allá una condecoración. No lo recuerdo, pero si lo dice Julio Feo, será verdad.Reconozco que la primera vez que sospeché de la verdadera naturaleza de las condecoraciones fue en una ocasión en que, siendo yo muy niño, a mi señor padre le concedieron la gran cruz del mérito agrícola: a él, un ciudadano totalmente urbanizado que jamás había visto de cerca un terrón y no distinguía un olivo de un lirio. Comprendí entonces que los méritos que se computan a la hora de la concesión de la medalla no son los que usted, amigo lector, y yo consideramos como usuales. ¿Cómo, si no, podía mi padre haber merecido el reconocimiento entusiasta de la comunidad agricultora de España?

Mi segunda y definitiva catarsis condecorativa se produjo durante mi primera presencia en los aledaños del poder, enrarecido ambiente en el que también tuve ocasión de coincidir, aunque esporádicamente, con don Julio Feo; sus labores eran mucho más importantes que las mías.

El poder se desplaza con alguna frecuencia. Hace viajes oficiales. Y, cuando hace viajes oficiales, se desplaza con él una extraordinaria colección de gentes del más variado Pelaje. Ministros, directores generales, confidentes, mayordomos. Todos, por una u otra razón, se sienten acreedores a una condecoración que premie sus denodados esfuerzos por que las relaciones entre España y Nepal hayan quedado establecidas en el óptimo nivel en que de pronto se encuentran. Horas dedicadas a discurrir el mejor modo de potenciar la amistad hispano-nepalí, las necesidades industriales de uno y otro país, sus urgencias estratégicas, merecen un premio. Y, aunque una condecoración es poca cosa para tanto sacrificio, en fin, menos da una piedra.

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Como los aspirantes son muchos y las medallas pocas, ha sido preciso discurrir un método para limitar la inflación de éstas sin que ninguno de los que ha rendido tan valiosos servicios se ofenda. Imposible tarea, claro, pero la fórmula que más se acerca a la compaginación del esnobismo con la sensación de inutilidad es un compromiso alcanzado tras años de discusiones en las principales cancillerías. Se llama el del "dos por una". El jefe de Estado visitante trae dos condecoraciones por cada una de las que le va a entregar el visitado. Y ahí está el quid: como las medallitas se reparten por estricto orden de protocolo, hay verdaderas cuchilladas por colocarse en el séquito en una buena plaza, no vaya uno a quedarse sin chapa o, peor aún, acabe recibiendo la de menor cuantía (tal debe ser el origen de mi rifirrafe con Feo: en una de esas, me debieron dejar sin la orden del Gafrulo Amarillo de la República de Partenópolis, y no estaba dispuesto a tolerarlo). Tengo, de todos modos, una sólida colección. Dios me libre de ofender a nadie, pero, en mis correrías estatales, muchas horas de denodados esfuerzos me reportaron el reconocimiento de lo que había hecho por la amistad de los pueblos, que no es poco: estando yo en posesión de numerosas condecoraciones nacionales y extranjeras, destacan, entre otras, la Orden de Río Branco de Brasil, el Fénix de Grecia, la Estrella Polar de Suecia, el Leopardo del Zaire y, naturalmente, el Trishakti-Patta, segunda clase, del Nepal.

De vez en cuando traigo una al trabajo para que la admiren mis compañeros y se hagan lenguas de cuánta debe ser mi influencia en Zimbabue, pongamos por caso, a juzgar por el tamaño, brillo de la chapa, esmero del esmalte y colorido de las feroces fieras que rampan por entre sus afiladas aristas. En cuanto a mí, lo que más feliz me hacía en mis tiempos de servicio al Estado era prestarle una condecoración de solapa (nacional, por supuesto) a un mayordomo espléndido que había en la Embajada de España en Kuwait y que se daba gran pisto sirviendo el consomé con ella asomándole por el ojal.

Y por si mi inocencia y natural credulidad en las cosas verdaderamente importantes de este mundo no hubiera sido suficientemente hollada por la dura realidad de la negociación del "dos por una", contaré brevemente cómo obtuve mi primera condecoración siendo yo un diplomático recién desempollado que cumplía su primer destino en la Embajada de España en San José de Costa Rica.

Pues bien. Me hallaba una tarde solo en la cancillería (una de las bromas más pesadas que padecían los jóvenes diplomáticos era que, en cuanto llegaban a su nuevo puesto, el embajador, que llevaba meses esperando a tomarse las vacaciones, se marchaba y los dejaba de encargados de negocios) descifrando un telegrama interminable e inútil de los que mandaba el ministro español Castiella sobre la cuestión de Gibraltar ("por Dios, señor encargado, le creo, pero no me cuente más lo de Gibraltar", me acabaría diciendo en cualquier recepción el ministro de Exteriores costarricense). Maldecía mi suerte porque el descifrado era una idiotez de interminables sumas y restas que siempre salía mal. Y oí cómo alguien deslizaba un sobre por debajo de la puerta. Sin demasiada curiosidad, me levanté para ver de qué se trataba: un envoltorio con el membrete de la legación británica distribuido por su chófer de manera rutinaria a todas las embajadas. Resultó que se había equivocado y que a mí no me lo debería haber entregado. Lo abrí y extraje su contenido, un folleto primorosamente impreso que daba Las razones sobre Gibraltar, obviamente británicas.

No sin irritación y, desde luego, sin leerlo, envié el folleto por valija diplomática a Madrid. Cuatro días más tarde, recibí un telegrama que aún conservo y que decía: "Felicítole su importante y delicada gestión que ha permitido averiguar procedimientos propaganda utilizados por Gobierno Londres y comunícole concesión Cruz de Caballero de Orden Isabel La Católica. Enhorabuena. Castiella".

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